Pero lo cierto fue que a Rachel Corrie la asesinó un miembro del ejército israelí, pasándole deliberadamente un tractor por encima de su frágil humanidad. En una guerra de la cual se sentía responsable, Rachel andaba de un lugar a otro, en la estrecha franja de Gaza, megáfono en ristre, creyendo que así como los rayos del sol eran desviados por su chaleco naranja fosforescente, a las balas les sucedería lo mismo. Se sentía responsable porque sabía que con dineros de ciudadanos como ella, se pagaban los atropellos y los asesinatos en ese alejado lugar del mundo.
Comenzando la década de los 80’s había nacido en Olympia, una pequeña localidad del norteño estado de Washington. Y después de cumplir los veinte, se había enrolado en el Movimiento Solidaridad Internacional (ISM) para ser una activista por la Paz. En la segunda quincena del mes de febrero del año 2003 ya se encontraba en Palestina, haciendo sentir su inconformidad por una guerra que llevaba años haciendo estragos en las comunidades que allí se asentaban.
Esa guerra continuaba despedazando familias y aldeas completas, protagonizada con suma ventaja por componentes del cuarto ejército más grande del planeta. Rachel nunca imaginó que hasta ese sábado 15 de marzo del 2003, llegaría su vida. Las terribles escenas que había visto a lo largo de Gaza le habían hecho borrar el recuerdo de las últimas celebraciones de Navidad y Año Nuevo en su estado natal de Washington. Comentaba que ni los niños de Palestina imaginaban que en el país de donde ella provenía pudieran desmembrarse familias enteras mediante la desaparición y el asesinato de sus componentes…ni los niños de su país imaginaban que pudieran suceder cosas tan terribles a niños en otros lugares del globo terrestre, atormentados por una guerra que hacía que un día pudiesen amanecer sin casa y al otro día sin padres…
Valiéndose de correos electrónicos enviados a su familia y a algunos amigos, escribía: “Destruyen casas sin importar que sus ocupantes estén adentro”. Y ella y otros activistas, se oponían a esta destrucción de lugares tan necesarios para protegerse del sol y del frío, luego de que los colonos israelíes las hubiesen abandonado, obligados por los últimos acuerdos de paz.
Aquel sábado habían ido hasta Rafah para oponerse a las demoliciones, que continuaban sin tregua. Rachel se sentó en el piso de tierra, frente a una de las casas que iban a demoler. Pero el conductor del Bulldozer no frenó. Ni siquiera aminoró la marcha de aquella mole metálica rodante. Y no paró su máquina hasta tanto ésta no le pasó por encima a Rachel, fracturándola por partes, lentamente y delante de sus compañeros y otros testigos.
Quedó tendida con su cabellera rubia, que en parte le cubría la frente, y cuyas ondas comenzaron a servir de guía a los hilos de sangre que brotaron de su cabeza. Ya las autoridades, sin autoridad moral alguna, han ofrecido varias versiones del hecho y en todas aparece la coincidencia que niega lo que dicen los testigos presenciales y las fotografías tomadas apenas se produjo la absurda agresión. En las fotos aparece la máquina, que retrocedió tras los gritos de asombro de quienes la acompañaban, y sin necesidad de autopsia, al tratar de levantar el cuerpo sin vida de Rachel, pudieron percatarse de que fueron pocos los huesos que quedaron sin romper. “Polifracturas”, podría atestiguar cualquiera de los presentes. Y todo por oponerse, de la forma más pacífica que pudo habérsele ocurrido, a la destrucción de una vivienda que bien pudo servir para ella misma y su apoyo al pueblo palestino, o para ser ocupada por cualquier familia palestina, así estuviese incompleta, como es ahora lo usual por allá.
Rachel Corrie ¡Vive!. Vive en nuestros corazones, en nuestro dolor y en nuestro reconocimiento al pueblo de los Estados Unidos, reivindicado una y mil veces por Rachel.
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