Lejos de debilitar al gobierno de Nicolás Maduro la operación Guaidó ha fortalecido su posición a lo interno del heterogéneo bloque chavista. Todas las contradicciones importantes que se viven dentro de este bloque se han postergado ante la amenaza de una intervención militar extranjera. El chavismo no ha tenido otra opción: ha pospuesto conflictos propios que tensionan por una regeneración genuina, ante la urgencia de cerrar filas para sostener el poder político.
La política de asedio económico ya ensayada en Cuba e Irán, efectivamente menoscaba, y mucho, el respaldo popular hacia el gobierno de Maduro. Sin embargo, los hechos no hacen sino reiterar que la mayoría de la población venezolana si bien necesita mejorar sus condiciones de vida y estabilizar el funcionamiento de instituciones que garanticen sus derechos básicos, no está dispuesta a aceptar injerencia extranjera ni una guerra de ninguna índole.
Los venezolanos no quieren pasar de una crisis grave a una crisis severa, los venezolanos esperan orden: una opción política que estabilice sus vidas. Esperan que quien ejerza el poder estabilice la moneda, garantice salarios que permitan vivir dignamente, ofrezca transparencia en la gestión pública, instituciones públicas eficientes que les amparen, igualdad de condiciones para emprender actividades económicas, justicia en la distribución de la riqueza, y, sobre todo, poder de decisión política. Y esto no lo ofrece ni de lejos Guiadó, y a Maduro le está resultado muy difícil. En esta encrucijada está la mayoría.
El nivel de descontento de la mayoría de los venezolanos hacia Nicolás Maduro era mucho más palpable en diciembre de 2018 que hoy en día. La desfachatez de la presión norteamericana por una salida fáctica de Nicolás Maduro, quien fuera votado por más de 6 millones de personas en 2018, no ha generado otro resultado sino su consolidación como líder del chavismo. Una escena de nítida repetición desde 2017, cuando Nicolás Maduro logrará sacar adelante una Asamblea Nacional Constituyente con el voto de 8 millones de venezolanos.
El 3 de febrero de este año, Nicolás Maduro le decía al periodista español Jordi Évole que el problema de los gobiernos extranjeros que apoyaban la autoproclamación de Guaidó era que no entendían a los venezolanos, que no entendían al chavismo. En efecto, quien no conoce a la clases populares venezolanas no puede entender cómo con el nivel de precariedad que hoy viven las familias ante la hiperinflación y la inestabilidad de los servicios públicos (agua, luz y transporte), sectores importantes de la población siguen saliendo a las calles a respaldar a Nicolás Maduro.
La operación Guaidó traduce la incomprensión tanto de las élites mantuanas como de los estrategas norteamericanos de la cultura política venezolana, de hegemonía anti-imperialista y, como consecuencia soberanista, desde los momentos constitutivos de la república hace más de 200 años.
Evidentemente la opción predilecta por los venezolanos pasa por ser considerados en las decisiones sobre el destino del país a través de elecciones. Las tácticas inmediatistas que buscan sacar a Maduro por fuerza o desgaste, lejos de convencer, retraen o desmovilizan a descontentos e indecisos, y cohesionan a los chavistas de mayor conciencia política. Los norteamericanos no la tienen fácil, los chavistas están dispuestos a todo por defender su soberanía, la dignidad de sus decisiones políticas.
Pasaron casi dos décadas. Los rápidos movimientos de Hugo Chávez por construir alianzas con las potencias emergentes hoy sirven de resorte económico y geopolítico de Maduro. Las inversiones chinas y rusas son amplísimas y la relevancia política de Venezuela en la región no serán cedidas tan fácilmente. Tal déjá vu, Venezuela recrea un conflicto con tufo a Guerra Fría. Y aunque la mayoría sigue expectante de los movimientos de sus élites internas, así como de las potencias que se disputan el liderazgo global, no transan: lo que pase en Venezuela deberá pasar por las urnas.
El chavismo con o sin Maduro sigue siendo sentido común en la política venezolana, el horizonte de país se sigue cifrando en los códigos que Chávez legó: justicia social, soberanía sobre recursos estratégicos, equidad económica y democracia radical. Por esta razón, mientras que la élite que dirige al Estado se separe de estos principios, así sea por motivos coyunturales, estará cavando la tumba de su legitimidad.
La privatización de empresas nacionalizadas por Chávez, el beneficio a cierta clase empresarial de relaciones estrechas con algunos actores gubernamentales, el control absolutamente discrecional de la renta petrolera, la imposibilidad de levantar la producción petrolera, la excepcionalidad en el funcionamiento de los poderes públicos, el debilitamiento del bolívar como moneda nacional y la demora en la construcción de una ruta política que involucre a la población en la resolución del conflicto político, constituyen los riesgos más altos a los que se somete la élite dirigente del chavismo durante estos meses. Esta ruta de sostenimiento de la gobernabilidad puede resultar muy costosa, si es que se aspira resistir hasta 2020 antes de abrir las puertas a un proceso electoral.
En este escenario, la amenaza explícita de intervención extranjera y la escalada del bloqueo económico norteamericano es lo mejor que le puede suceder a esta élite dirigente. Contar con un enemigo externo, visible y en permanentemente movimiento, a lo interno no se hace sino verticalizar la toma de decisiones bajo un esquema defensivo y de resistencia. Después de todo, en una guerra no se espera que se consulten las decisiones, no se espera que sea transparente el uso de los recursos, no se espera que los servicios funcionen, no se espera que la economía camine. Hoy como nunca antes han sido tan complementarias las estrategias ofensivas del imperio norteamericano con las estrategias defensivas de las élites chavistas. Mientras tanto el pueblo sigue conteniendo una guerra y esperando que sus derechos económicos, sociales y políticos sean la prioridad.