El dios de Castillo Lara: la risa enlatada

No hay “pele”, todos conocemos el dispositivo. La risa enlatada emerge en el momento pautado para que la audiencia deba reírse. La parcela de vida que controla el mandato de reírnos testimonia acerca de tan implacable eficacia : esto es, la costumbre de soltar la carcajada y batir palmas cuando se ha pulsado “la tecla”. Esquematización grosera y burda del humor y la alegría, ¿quién lo duda?

La risa enlatada corre pareja con la opinión, con esa precisa forma de “saber circulante” , ambas funcionan al margen de lo falso y lo verdadero: cuando el dispositivo de la risa enlatada aparece, la risa de la audiencia no es su risa, sino la risa de algún otro, no obstante es la audiencia la que ríe o simula que lo hace. Y la opinión, eso que las medios de comunicación masivos asumen como la condición clave de toda comunicación, no es más que actuar como si se creyera que se sabe y como debe ser, responder lo que ya algún otro (y en cierto espacio) ha prefigurado. El ritual de reírse mediante el expediente de la risa enlatada, así como el ritual de opinar a través de esto es lo que te toca decir, son el resultado de un amansamiento (prolongado y eficaz) de nuestros cuerpos, o si se prefiere, usemos este lugar común, de nuestros cuerpos y nuestras almas.

Castillo Lara (viejo zorro ), alevoso y ducho en las artimañas de la risa enlatada, apelando a su dios y sin tener paz con la miseria, lanzó su opinión definitiva: la presidencia de Chávez es una lección (exactamente un castigo) de mi dios “porque una parte considerable de la sociedad carece de los valores éticos fundamentales”. Apoyándose en el bastón de la sociología y sicología de las clases peligrosas opinó, como siempre, contra el pueblo venezolano: pecadores, libertinos sexuales, padres irresponsables que desconocen la ley divina, que no se arrodillan y no creen. El prelado está arrecho (tibio se diría en buen oriental) porque no tomamos en serio los valores de la propiedad privada, a la ideología de la limosna. Y porque: la lógica de la risa enlatada carece cada vez más de eficacia y hemos marcado, la correcta distancia entre la opinión y la ética de la verdad.

Es evidente que el dios de Castillo Lara no es nuestro Dios, que su dios no pertenece al mundo de nuestros Dioses y que no hace vida en nuestros paraísos celestiales. Ese dios minúsculo, artero y de bajas pasiones sólo es conocido por quienes se permiten la ignominia de opinar que: “Se levantaron ese día, tomaron su café con leche de Mercal, se comieron sus arepitas regaladas por el gobierno y fueron a la cola, con calma de artillero, y reeligieron al tipo. Nos metieron, o se metieron a sí mismos, un golazo de medio campo”.

Risa enlatada, opinión mediática y dios enlatado. Las primeras pertenecen a lo que con indulgencia y parsimonia se denomina el mundo de la hegemonía imperial benigna y el formato del espectáculo. El dios enlatado de Castillo Lara (igual de jodido o más jodido que la forma suave y risueña de intentar domesticarnos, no importa, a veces es lo mismo) no exige la experiencia inmediata de la risa o que digamos “viste, salí en televisión me preguntaron que opino sobre el embarazo precoz...sí, yo opiné una vez sobre la infancia abandonada”: ya que nos conecta con el mal y su exterminio: viejo e importante catecismo de la iglesia conservadora, los racistas, xenófobos, supremacistas y fascistas.

Como el artículo en cuestión no es religioso, sino que mezcla religión y política, el sesgo es evidente: los malos, los que se metieron el autogol, serán castigados, o en el lenguaje fascista de Castillo Lara: serán exterminados. El mensaje es claro y no hay novedad. Desde siempre, tras la fugacidad de la historia, lo que se nos impone es reencontrar la sangre seca en los códigos, y no en lo absoluto del derecho, los gritos de guerra tras de las formulas de la ley, y la asimetría de las fuerzas tras el equilibrio de la justicia.” Mientras tanto, aquí entre nosotros, en nuestro mundo terrenal (a pesar y contra el vir obscurus) el pueblo construye su tiempo y su historia.


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Francisco Cedeño Lugo


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