Introducción La
mayor parte de las explicaciones de las revueltas árabes de Egipto,
Túnez, Libia, Marruecos, Yemen, Jordania, Bahrein, Iraq y otros lugares
se han centrado en las causas más inmediatas: dictaduras políticas,
desempleo, represión y manifestantes heridos y muertos. Han prestado la
máxima atención a los activistas de «clase media», jóvenes y con
formación, a sus comunicaciones a través de internet (Los Angeles Times,
16 de febrero de 2011) y, en el caso de Israel y sus teóricos sionistas
de la conspiración, a «la mano escondida» de los extremistas islámicos (Daily Alert, 25 de febrero de 2011).
Lo que se echa en falta es un intento de ofrecer un marco de la revuelta que contemple las estructuras socioeconómicas a gran escala y a medio y largo
plazos, además de los «detonantes» inmediatos de la acción política. El
alcance y la profundidad de los levantamientos populares, así como las
diversas fuerzas políticas y sociales que han entrado en el conflicto,
excluyen todas las explicaciones que se centren en una única dimensión
de la lucha.
El mejor enfoque es el del «cuello de botella»,
según el cual, en el extremo más ancho (las estructuras a largo plazo y
gran escala) se sitúa la naturaleza del sistema económico, político y de
clases; el medio plazo se define por los efectos acumulativos y
dinámicos de esas estructuras sobre los cambios de las relaciones
políticas, sociales y económicas; las causas a corto plazo, que
precipitan las reacciones socio-político-psicológicas, o la conciencia
social que desemboca en acción política.
La naturaleza de las economías árabes
Con
la excepción de Jordania, la mayoría de las economías árabes en donde
se están produciendo las revueltas se basan en las «rentas» del
petróleo, el gas, los minerales y el turismo, lo que aporta casi todos
los beneficios por exportaciones y la mayor parte de los ingresos del
Estado (Financial Times, 22 de febrero de 2011, p. 14). Efectivamente, estos sectores económicos son cotos exportadores que emplean a una proporción minúscula de la mano de obra y definen una economía de alta especialización (Informe anual del Banco Mundial,
2009). Estos sectores exportadores no están vinculados a una economía
nacional productiva diversificada: el petróleo se exporta y las
manufacturas y los servicios financieros y de alta tecnología son
importaciones controladas por multinacionales extranjeras y expatriados
vinculados a las clases gobernantes (Economic and Political Weekly,
12 de febrero de 2011, p. 11). El turismo refuerza los ingresos de
arriendo o «rentistas» como el propio sector, que suministra «divisa
extranjera» e ingresos fiscales a un Estado de clase-clan. Este último
descansa en el capital extranjero subvencionado por el Estado y en un
sector «inmobiliario» local y con relaciones políticas para importar
mano de obra extranjera para la construcción.
Los ingresos por arriendos pueden generar mucha riqueza, sobre todo cuando el precio de la energía se dispara, pero los fondos se acumulan en una clase «rentista» que no tiene
la menor vocación o intención de ahondar en un proceso de desarrollo
económico e innovación que se generalice. Los rentistas se
«especializan» en la especulación financiera, las inversiones en el
extranjero a través de empresas de fondos de capital que no cotizan en
bolsa, el consumo extravagante de artículos de lujo y el mantenimiento
de cuentas privadas opacas de miles de millones de dólares y de euros en
bancos del extranjero.
La economía rentista crea pocos puestos de trabajo en la actividad productiva moderna; el sector más lucrativo
está controlado por miembros de la familia o el clan ampliado y por las
empresas financieras extranjeras a través de expatriados; el empleo
técnico y de peor calidad es asumido por mano de obra extranjera contratada, con unos niveles salariales y condiciones laborales que la mano de obra local cualificada está deseando aceptar.
Esa economía rentista acotada se traduce en una clase gobernante
centrada en clanes que «confunde» la propiedad pública con la privada:
lo que en realidad es el «Estado» son unos monarcas absolutistas y sus
familias extensas en la cima y, en el medio, su séquito político
cliente, tribal y dirigente y los tecnócratas.
Estas son «clases
gobernantes cerradas». El acceso se reduce a miembros selectos del clan
o la dinastía familiar y a un número reducido de individuos
«emprendedores» que podrían acumular riqueza al servicio de la
clase-clan dominante. El «núcleo más próximo» vive de los ingresos por
arriendo, recibe pagos de sociedades inmobiliarias a las que no aporta
ninguna cualificación más que la de emitir autorizaciones oficiales,
concesiones de terrenos, licencias de importación y vacaciones fiscales.
Más allá del saqueo de las arcas públicas, la clase-clan dominante
fomenta el «libre comercio», es decir, importar manufacturas baratas y
socavar así el despegue de cualquier iniciativa autóctona de los
sectores «productivos» manufacturero, agrícola o técnico.
En
consecuencia, no hay ningún capitalista o «clase media» nacional
emprendedora. Lo que hace las veces de clase media son en buena medida empleados
del sector público (maestros, profesionales de la salud, funcionarios,
bomberos, policías, militares) que dependen de un salario que, a su vez,
depende de la sumisión al poder absolutista. No tienen ninguna
posibilidad de ascender a escalones más altos o de crear oportunidades
económicas para sus proles con formación.
La concentración de
poder económico, social y político en un sistema cerrado y controlado de
clase-clan desemboca en una inmensa concentración de riqueza. Dada la
distancia social entre gobernantes y gobernados, la riqueza generada por
el precio de los artículos de lujo ofrece una imagen tremendamente
distorsionada de la «riqueza» per cápita; añadir a los millonarios y
multimillonarios a la cima de una masa de jóvenes mal pagados y
subempleados arroja una renta media engañosamente alta (Washington Blog, 24 de febrero de 2011).
El gobierno rentista: por las armas y las dádivas
Para compensar estas grandes diferencias sociales y preservar la posición de la clase gobernante rentista y parásita,
esta última busca establecer alianzas con empresas de armamento
multimillonarias y protección militar de la potencia imperial dominante
(EE UU). Los gobernantes se entregan a la «neocolonización con
invitación» y ofrecen terrenos para bases militares y aeropuertos,
puertos para operaciones navales, connivencia para financiar a
mercenarios por poderes contra adversarios antiimperialistas y sumisión a
la hegemonía sionista en la región (a pesar de que formulen de vez en
cuando alguna crítica intrascendente).
A medio plazo, el
gobierno por la fuerza se complementa con dádivas a los pobres de las
zonas rurales y los clanes tribales; con subsidios de alimentos para los
pobres urbanos; y con empleo sin futuro y deficitario para los
desempleados con formación (Financial Times, 25 de febrero de 2011, p. 1). Tanto la carísima adquisición de armas como los subsidios paternalistas
reflejan la ausencia de toda capacidad para realizar inversiones
productivas. Se gastan miles de millones de dólares en armas en lugar de
en diversificar la economía. Se gastan cientos de millones de dólares
en obsequios paternalistas de una sola dosis, en lugar de en inversiones
a largo plazo que generen empleo productivo.
El «pegamento» que mantiene unido este sistema es la combinación de saqueo moderno de la riqueza pública y los recursos energéticos naturales y la tradicional
utilización de reclutas neocoloniales y de clanes y de contratistas
mercenarios para controlar y reprimir a la población. El armamento
estadounidense moderno está al servicio de una monarquías absolutistas y dictaduras anacrónicas basadas en los principios del gobierno dinástico del siglo XVIII.
La introducción y extensión de sistemas de comunicaciones de vanguardia
y de centros comerciales de arquitectura ultramoderna alimentan a un
estrato de consumidores de artículos de lujo de élite y dejan ver un
contraste muy marcado con la inmensa mayoría de jóvenes con educación y
sin empleo, excluidos de la cima y presionados desde abajo por los
trabajadores contratados extranjeros mal pagados.
Desestabilización neoliberal
Los
clanes-clases rentistas reciben presiones de las instituciones
económicas internacionales y los banqueros locales para que «reformen»
sus economías: «abrir» el mercado nacional y las empresas públicas a los
inversores extranjeros y reducir los déficit derivados de la crisis
global introduciendo reformas neoliberales (Economic and Political Weekly, 12 de febrero de 2011, p. 11).
Como consecuencia de las «reformas económicas», se han recortado o
suprimido los subsidios alimentarios para los más pobres y se ha
reducido el empleo público, lo que cierra una de las pocas puertas
existentes para los jóvenes con formación. Los impuestos a los
consumidores y trabajadores asalariados aumentan, al tiempo que se
aplican exenciones fiscales a los promotores inmobiliarios, los
especuladores financieros y los importadores. La desregulación ha
exacerbado una corrupción ya galopante, no solo entre la clase-clan
gobernante rentista, sino también en su entorno empresarial inmediato.
Los «lazos» paternalistas que unen a la clase media y baja con la clase gobernante han quedado erosionados por las «reformas» neoliberales inducidas desde el exterior, que combinan la explotación
exterior «moderna» con las formas «tradicionales» de saqueo privado
nacional. Los regímenes de clan-clase ya no pueden confiar en las
lealtades de clan, tribales, clericales o clientelistas para aislar a los sindicatos urbanos, los estudiantes, las pequeñas empresas y los movimientos de un sector público mal remunerado.
La Calle contra Palacio
Las
«causas inmediatas» de las revueltas árabes giran en torno a las
inmensas contradicciones demográficas y de clase de la economía rentista
gobernada por el clan-clase. La oligarquía dominante gobierna a una gran masa
de desempleados o trabajadores jóvenes subempleados; este último grupo
lo forma entre el 50 y el 65 por ciento de la población menor de
veinticinco años (Washington Blog, 24 de febrero de 2011). La economía rentista «moderna» y dinámica no incorpora
a los jóvenes recién formados al empleo moderno, sino que los relega a
la «economía informal», sin protección social y mal pagada de la calle como vendedores, transportistas o autónomos subcontratados y encargados de servicios personales. Los sectores ultramodernos del petróleo, el gas, inmobiliario, de turismo y centros comerciales dependen del apoyo político
y militar de dirigentes retrógrados tradicionales, clericales, tribales
o de clan, subvencionados pero nunca «incorporados» a la esfera de la
producción moderna. La clase trabajadora industrial urbana moderna con
pequeños sindicatos independientes está proscrita. Las asociaciones
civiles de clase media están, o bien bajo el control del Estado, o bien
restringidas a tener que formular solicitudes continuas al Estado
absolutista.
El «subdesarrollo» de las organizaciones sociales,
relacionado con la dedicación de las clases sociales a la actividad
productiva moderna, supone que el eje de la acción social y política sea
la calle. En esta sociedad de plazas, quioscos, calles y
esquinas, y en los mercados, se ve deambular por, entre y en el entorno
de los centros de poder administrativo absolutista a jóvenes
desempleados y subempleados a tiempo parcial e implicados en el sector
informal. Las masas urbanas no ocupan posiciones estratégicas en el sistema económico,
pero están disponibles para unas movilizaciones capaces de paralizar
las calles y plazas por las que se transportan los bienes y servicios y
en las que se obtienen beneficios. Es igualmente importante que los
movimientos de masas desatados por los jóvenes desempleados ofrecen a
los profesionales oprimidos, los empleados del sector público, los
pequeños empresarios y los autónomos una oportunidad de entregarse a las
protestas sin verse sometidos a represalias en sus centros de
trabajo... lo que disipa el «factor miedo» de perder el empleo.
La confrontación política y social gira en torno a los polos opuestos:
las oligarquías clientelistas y las masas desclasadas (el panarabismo).
La primera depende directamente del Estado (el aparato
militar/policial) y la última de organizaciones presenciales
improvisadas, locales, informales y amorfas. La excepción es la minoría
de universitarios que se movilizan a través de internet. Los sindicatos
industriales organizados ingresan en la lucha tarde y en buena medida se
concentran en demandas económicas sectoriales, con algunas excepciones
(sobre todo en las empresas públicas, controladas por amigotes de los
oligarcas, donde los trabajadores exigen cambios en la dirección).
Como consecuencia de las particularidades sociales de los Estados
rentistas, los levantamientos no adoptan la forma de luchas de clase
entre asalariados y capitalistas industriales. Afloran como revueltas
políticas masivas contra el Estado oligarca. Los movimientos sociales callejeros
manifiestan su capacidad de deslegitimar la autoridad del Estado,
paralizar la economía y pueden desembocar en el derrocamiento de los
autócratas que gobiernan. Lo propio de los movimientos de masas
callejeros es ocupar las calles con relativa facilidad, pero también
dispersarse cuando los símbolos de la opresión han sido
desalojados. Los movimientos callejeros carecen de la organización y el
liderazgo para proyectar, y menos aún imponer, un nuevo orden político o
social. Su poder reside en la capacidad de presionar a las
élites e instituciones existentes, no de sustituir al Estado y la
economía. De ahí la asombrosa facilidad con la que el ejército egipcio
respaldado por EE UU, Israel y la UE ha logrado tomar el poder y
proteger al Estado rentista en su conjunto y a la estructura económica
al tiempo que mantenía sus lazos con sus mentores imperiales.
La convergencia de condiciones y el «efecto demostración»
La
propagación de las revueltas árabes por el Norte de África, Oriente
Próximo y los Estados del Golfo Pérsico es, en primera instancia, un
producto de condiciones históricas y sociales similares: los Estados
rentistas gobernados por oligarquías familiares y de clan, dependientes
del «arriendo» de exportaciones petroleras y energéticas de capital
intensivo, que confinan a la inmensa mayoría de la juventud en
actividades económicas «callejeras» informales y marginales.
El
«poder del ejemplo» o el «efecto demostración» solo se puede entender
reconociendo idénticas condiciones sociopolíticas en cada país. El poder
de la calle (los movimientos urbanos de masas) presupone que la calle es el locus económico de los actores principales y que se debe conquistar las plazas
por que son el espacio donde ejercer el poder político y proyectar las
demandas sociales. No cabe duda de que los éxitos parciales de Egipto y
Túnez hicieron detonar los movimientos en otros lugares. Pero
solo lo hicieron en países con idéntico legado histórico, con las mismas
polaridades sociales entre gobernantes rentistas de clan y trabajadores
callejeros marginales y, especialmente, donde los gobernantes estaban
profundamente integrados en redes económicas y militares imperiales a
las que estaban subordinados.
Conclusión
Los
gobernantes rentistas rigen a través de sus lazos con el ejército y las
instituciones económicas estadounidenses y de la UE. Modernizan
sus prósperos cotos y marginan a los jóvenes recién formados, que quedan
confinados en empleos mal remunerados, sobre todo en el endeble sector
informal y callejero de las principales ciudades. Las privatizaciones
neoliberales, la reducción de los subsidios públicos (de alimentos, de
desempleo, de aceite para cocinar, gas, transporte, salud y educación)
ha hecho añicos los lazos paternalistas mediante los cuales los
gobernantes aplacaban el descontento de los jóvenes y los pobres, así
como de las élites clericales y los jefes tribales. La confluencia de
clases y masas, modernas y tradicionales, ha sido consecuencia directa
de un proceso de neoliberalización impuesto desde arriba y de exclusión,
desde abajo. La promesa de los «reformadores» neoliberales de que el
«mercado» sustituiría con empleos bien remunerados la pérdida de
subsidios estatales paternalistas era falsa. Las políticas neoliberales
han reforzado la concentración de riqueza al tiempo que han debilitado
el control de las masas por parte del Estado.
La crisis
económica capitalista mundial ha llevado a Europa y Estados Unidos a
endurecer los controles de inmigración, con lo que han eliminado una de
las válvulas de escape de estos regímenes: la fuga masiva de jóvenes sin
empleo y con formación que buscaban trabajo en el extranjero. Emigrar
al extranjero había dejado de ser una opción; las alternativas se
reducían a luchar o sufrir. Los estudios demuestran que quienes emigran
suelen ser los más ambiciosos, los mejor formados (de su clase social) y
los capaces de asumir mayores riesgos. Ahora, recluidos en sus países
de origen, con pocas ilusiones de encontrar oportunidades en el
exterior, se ven obligados a luchar por la movilidad individual en su
país mediante la acción social y política colectiva.
Entre la juventud política
es igualmente importante el hecho de que a EE UU, como garante de los
regímenes rentistas, se la considere una potencia imperial en declive:
cuestionada económicamente en el conjunto de la economía mundial por
China, teniendo que hacer frente a una derrota como potencia colonial
ocupante en Iraq y Afganistán, y humillada como criada sumiso y mendaz
de una Israel cada vez más desautorizada por la acción de sus agentes
sionistas en el régimen de Obama y el Congreso estadounidense. Todos
estos elementos de la decadencia y descrédito imperial estadounidenses
animan a los movimientos en favor de la democracia a avanzar contra los
clientes estadounidenses y reducen su temor a una intervención militar
estadounidense que abriera un tercer frente de batalla. Los
movimientos de masas ven en sus oligarquías a unos regímenes «en tres
niveles»: unos Estados rentistas bajo la hegemonía estadounidense que, a
su vez, está sometida a la tutela israelí-sionista. Cuando 130 países
de la Asamblea General de Naciones Unidas y la totalidad del Consejo de
Seguridad, a excepción de EE UU, condenan la expansión colonial, y
cuando Líbano, Egipto, Túnez y los regímenes venideros de Yemen y
Bahrein prometen instaurar políticas exteriores democráticas, los
movimientos de masas descubren que todo el armamento moderno y los
680.000 soldados de Israel no sirven de nada en medio del aislamiento
diplomático absoluto, la pérdida de clientes regionales rentistas y el
descrédito manifiesto de unos gobernantes militaristas grandilocuentes y
sus agentes sionistas en los cuerpos diplomáticos estadounidenses (Financial Times, 24 de febrero de 2011, p. 7).
Las propias estructuras socioeconómicas y las condiciones políticas que
hicieron detonar los movimientos de masas en favor de la democracia,
los jóvenes desempleados y subempleados organizados desde «la calle»,
plantean ahora el reto más relevante: ¿puede la masa amorfa y diversa
convertirse en una fuerza social y política organizada capaz de tomar el
poder del Estado, democratizar el régimen y, al mismo tiempo, crear una
nueva economía productiva que ofrezca el empleo estable y bien pagado
del que hasta la fecha carecía la economía rentista? El resultado
político hasta el momento es incierto: los demócratas y los socialistas
compiten con fuerzas clericales, monárquicas y neoliberales financiadas
por Estados Unidos.
Es prematuro celebrar una revolución democrática popular...
*Traducido para Rebelión por Ricardo García Pérez