¿Paranoias golpistas?

En 1978, varios militares se reunieron en una cafetería de Madrid para diseñar una trama golpista contra la incipiente democracia española, con apenas tres años de vida tras la muerte del dictador Francisco Franco. Sólo dos de los participantes fueron juzgados y condenados, uno a una pena de seis meses de prisión y el otro a siete. Ambos celebraron la levedad de las sentencias bebiendo champán en un establecimiento público, según contaron los periódicos de la época. La presión de la derecha conservadora, aún el bloque más poderoso en aquella España, impidió una respuesta contundente. Medios de comunicación, militares, empresarios y políticos de raíz franquista califcaron la conspiración como “una charla de café” y una “maniobra de cuatro locos”. Tres años más tarde, uno de los militares sentenciados, el teniente coronel de la Guardia Civil, Antonio Tejero, encabezó un golpe de Estado, esta vez sí real y efectivo, con la ocupación del Parlamento a punta de metralleta, el secuestro de todos los diputados durante dos días, la toma de la televisión pública y tanques recorriendo las calles de algunas ciudades. Aquella “maniobra de cuatro locos” puso en jaque el naciente proceso de transición política y supuso una advertencia para las fuerzas de izquierda sobre los límites que la restauración democrática no podía traspasar. Hizo bien el frágil sistema español en protegerse de aquella conspiración golpista pero erró al minusvalorar la magnitud de la amenaza, como se demostró más tarde. Lo que nadie discutió fue la legitimidad del estado de derecho para defenderse de cualquier intento de desestabilización. Los códigos penales de todas las democracias contemplan este tipo de delitos ya desde su gestación. Es decir, el mero hecho de concebir un plan para subvertir el orden democrático constituye en sí mismo un delito, con independencia de que se lleve a cabo o no.

Esta fgura se ha utilizado ampliamente en España, especialmente en supuestos complots de corte independentista. Lo mismo cabría decir de Estados Unidos, donde millares de personas han sido encarceladas, tanto en tiempos de la Guerra Fría con el argumento de la conspiración comunista, como en la actualidad con el terrorismo islamista como justifcación. Muchas de estas personas fueron condenadas a cadena perpetua e incluso a la pena de muerte. Este derecho de las democracias a defenderse hasta con medios tan atroces como la ejecución de seres humanos se le niega sistemáticamente a Latinoamérica, sobre todo a los países “díscolos” como Venezuela, Bolivia y Ecuador. El último ejemplo ha sido la detención del alcalde de Caracas, Antonio Ledezma, por conspiración y asociación para delinquir. Su arresto fue califcado desde Madrid y Washington como un atentado a las libertades y una prueba más del pretendido régimen autoritario de Caracas.

De nada valen los numerosos episodios del pasado: Chile, Argentina, Brasil, Uruguay, Guatemala, Nicaragua…Es ocioso seguir, la lista incluye a prácticamente todos los países latinoamericanos. O los episodios recientes: Venezuela en 2002, Bolivia en 2008, Honduras en 2009, Ecuador en 2010, Paraguay en 2012…A pesar de estas evidencias, las conspiraciones golpistas son presentadas por gobiernos y medios de comunicación de las teóricamente democracias avanzadas como neurosis de regímenes autoritarios, propias de un izquierdismo infantil que sigue anclado en los tiempos de la Guerra Fría, un antiimperialismo trasnochado, una excusa para reprimir a la oposición. En defnitiva, un anacronismo. Dentro de 30 años, cuando estos gobiernos desclasifiquen sus documentos secretos, se comprobará que efectivamente existió una trama golpista y que ésta tenía ramifcaciones, o incluso participación directa, de esos países. Así ocurre desde el siglo XIX. Los mismos periódicos que ahora critican la detención de Ledezma difundirán la nueva versión sin ningún rubor. El progresista occidental que ahora calla por miedo a ser tachado de extremista disertará sobre las maldades de las cloacas del Estado. Algún avispado director de Hollywood rodará una película. Pero ya dará igual porque será historia muerta, sin efecto sobre el presente. De nuevo, el sistema habrá fagocitado sus propias miserias para convertirlas en materia arqueológica sin capacidad transformadora. El éxito de las manipulaciones mediáticas entre la opinión pública de las sociedades autodenominadas como avanzadas se fundamenta en el fuerte colonialismo que aún las impregna.

El sentimiento de superioridad civilizatoria se mantiene como un velo que no deja ver otras realidades. Ya Eduard Said, el gran intelectual palestino, señaló que el imperialismo europeo sólo concebía a Oriente de dos formas: desde el exotismo, en una recreación de “Las mil y una noches”, o como un lugar muy peligroso. En el caso de Latinoamérica se añade una tercera característica: la falta de rigor. Latinoamérica es caos, inefcacia, tropicalismo, fojera, desorden, irresponsabilidad, folklorismo, mucha rumba y poco trabajo, son bananeros, incompetentes, un punto ridículos, supersticiosos y atávicos, informales, poco serios, impuntuales. Latinoamérica es una mala copia de Europa o de Estados Unidos. Todo funciona peor o directamente no funciona. A partir de esta caracterización, cualquier mentira es creíble: paranoias golpistas, gorilas rojos, represión a estudiantes, autobuseros dictatoriales, hostigamiento a la libertad de prensa, fraude electoral, compra de votos.

No tiene sentido luchar frontalmente contra la hegemonía colonialista occidental. Tal vez la forma más efcaz de combatirla sea continuar trabajando en la construcción de la identidad latinoamericana, un milagro maravilloso que, paradójicamente, surgió de una de las mayores infamias de la historia. El colonialismo no pudo con las civilizaciones orientales, sólidas y con un alto grado de desarrollo, como China, India y Japón. En América del Norte arrasó a las sociedades originarias y trasplantó directamente el modelo anglosajón.

Pero en Latinoamérica nació algo completamente nuevo, que no era ni indígena, ni africano, ni occidental, sino una novedosa cosmovisión que superaba la suma de sus partes. Ese hecho singular tomó conciencia de sí mismo hace más de 200 años, emprendiendo la batalla por independizarse de aquellos que se arrogaban su propiedad. Esa batalla continúa aún. La consolidación de una identidad propia, diversa en la unidad, es un requisito indispensable para la integración regional. Latinoamérica debe ser un centro más de poder dentro de un mundo multipolar, único modelo realista para acabar con la hegemonía de Occidente. Y para ello es preciso afirmar antes un sentimiento de pertenencia a una realidad común a lo interno y diferente del exterior. Es una tarea ardua pero inaplazable, fatigosa, por cuanto nunca se puede dar por acabada, pero ineludible para que las matrices de opinión diseñadas desde el poder colonial reboten contra la coraza de una América Latina soberana, segura de sí misma y ya definitivamente independiente en todos los sentidos.

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Alejandro Fierro


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