1 Desde hace más de una década los medios de comunicación celebran el rito de un grupo armado de sogas que derriba una estatua, protegido por otro grupo armado de fusiles. Así cayó la efigie de Lenín, quien elevó a un país del arado de palo a la condición de segunda potencia del mundo y destructor del fascismo, salvándonos a todos del campo de exterminio. Ningún medio habla de barbarie ni clama por sanciones si la efigie es de un enemigo de Estados Unidos y los fusileros son de un ejército de ocupación o casi.
2 Una estatua no se alza por generación espontánea ni baja por sí sola: es el termómetro de la temperatura de un culto, y un culto es el electroencefalograma de una relación de poder. No hay en México estatuas de Hernán Cortés, ni de Hitler en Israel.
No existen de Diego de Losada en Venezuela. En cambio, campea un enorme muñeco ecuestre de Pizarro en Lima, y en su alcaldía contemplé un retrato de cuerpo completo del conquistador, flanqueado por sendas miniaturas de San Martín y de Bolívar.
.3 Las estatuas son sentimientos petrificados, y meterse con ellas atrae respuestas contundentes.
Eróstrato quemó un templo que cada día resurge en nuestra fantasía más espléndido.
Fue bandera para la independencia cubana la brutal condena a muerte de varios estudiantes acusados de profanar un monumento; disparó la protesta antiimperialista el vejamen de varios marines contra un monumento patriótico habanero; la revolución triunfante derribó el águila de un pilar y un presidente títere de un pedestal.
En Venezuela se estilan las estatuas yoyo, que el interesado eleva y el pueblo baja de un pestañazo. Antonio Guzmán Blanco se erigió dos, las llamadas Manganzón y Saludante, que terminaron derribadas por los jóvenes. De ellas sólo quedaron, para la memoria añorante, las coplas que celebran el estatuicidio:
¡Saludante, saludante!
¿Qué se hicieron tus coronas?
Me las han vuelto boronas Los malditos estudiantes...
.4 Derribar una estatua es un delito, derribar un ser humano es un crimen.
Si no me equivoco, nuestro primer padre Adán fue muñeco de barro en el cual recreó el Creador su imagen y semejanza.
Quien destruye a sus hijos atenta contra la divinidad.
Colón impuso a los aborígenes de las Antillas un impuesto de capitación en oro, y al agotarse éste los esclavizó. El Almirante escribe a los Reyes Católicos el 30 de enero de 1494 pidiendo carabelas y ganados, “las cuales cosas se les podrán pagar en esclavos de estos caníbales gente fiera y dispuesta y bien proporcionada y de muy buen entendimiento, los cuales quitados de aquella inhumanidad creemos que serán mejores que ningunos otros esclavos” (M. Fernández de Navarrete:
Colección de Viajes y Descubrimientos que hicieron por la mar los Españoles desde fines del siglo XV. Buenos Aires, 1945, Vol. 1, pp.231-233).
.5 Destruir la efigie del Descubridor de América es delito, destruir América es genocidio. Ante la campaña esclavista de Colón los pacíficos taínos resistieron y, según Bartolomé de las Casas, “los cristianos con sus caballos y espadas e lanzas comienzan a hacer matanzas e crueldades estrañas en ellos” (Brevísima relación de la destruición de las Indias, en Obras Escogidas; T.V. Biblioteca de Autores Españoles, Madrid 1958, p. 138). Empieza la política de tierra arrasada que según Pedro Mártir de Angleria cobra en pocos años 50.000 víctimas (Décadas del Nuevo Mundo, Buenos Aires, 1944, Dec. I, Libro IV). Comunidades enteras se suicidan con el jugo venenoso de la yuca amarga. Se calcula que para el arribo de Colón a La Española habitan en la isla 300.000 indígenas; para 1508 restan 60.000; en 1510 son apenas 46.000: en 1512 sobreviven 20.000; Hernández de Oviedo duda que en 1540 queden 5.000 (Eric Williams:
From Columbus to Castro:
the history of the Caribbean 1492-1969 ; Andre Deutsch, Londres 1978, p. 33). Colón implanta el modelo de conquista que, entre violencias y enfermedades, aniquilará sesenta millones de americanos.
.6 Derribar una estatua es de mal gusto, siempre que el gusto del derribador sea peor que el de quien la erigió. Colón fundió todas las efigies de oro con las que los aborígenes caribeños representaron sus inocentes dioses. Los inquisidores quemaron las restantes. Igual suerte corrieron la mayoría de las efigies, códices y libros sagrados del Nuevo Mundo. Dos veces murieron los pueblos: en la carne y en la memoria.
.7 Derribar una estatua es un delito: el artículo 475 del Código Penal sanciona la destrucción o el deterioro de bienes de terceros, y agrava la pena si se trata de edificios, bienes de utilidad pública o monumentos públicos. Cerca de 17.000 personas, antes de abandonar ilegalmente sus trabajos, causaron en las dependencias públicas de la industria de hidrocarburos un sabotaje que costó a la Nación venezolana arriba de 10.000 millones de dólares, y ninguno está preso. Si en vez de secuestrar al Presidente electo y disolver los poderes públicos los golpistas del 11 de abril se hubieran metido con Colón, estarían entre rejas.
Se puede impunemente destruir un país, pero no una de sus estatuas.
.8 Mientras los medios clamaban por la estatua de Colón, en el Teatro Teresa Carreño descendientes de nuestros ancestros aborígenes salvaban la memoria americana recitando en lengua originaria sus mitos, ejecutando sus danzas, sus rituales. Ni un solo canal privado les dedicó un solo segundo. Una estatua, un imperio no se destruyen por un quítame allá esas pajas:
son las concreciones palpables de un pensamiento.
Acertó el editor José Rivas Rivas al decir que lo importante no es derribar las estatuas físicas, sino las mentales. La única manera de contrapesar el fetiche del magnífico navegante y del atroz esclavista que todos llevamos en la sangre y en el recuerdo es reconstruir el templo magnífico de la memoria americana para evitar que nunca más sean derruidos seres ni culturas.