Vivimos épocas turbulentas. Inmersos en la posmodernidad navegamos en medio de la crisis económica, la crisis de la cultura, la crisis ecológica y en fin, en la aparente crisis de todo un sistema de vida, de una propuesta de civilización.
El tema general es muy complejo, pero hoy intentamos abordarlo a partir de la crisis general de valores que nuestro mundo parece estar viviendo y las posibles respuestas que podemos avizorar.
Creemos que los problemas estructurales de nuestra cultura occidental comenzaron entre el fin de la Edad Media y el Renacimiento, cuando aparecieron fenómenos nuevos y avasallantes en la sociedad europea de la época. El marco general de esos fenómenos fue el de la secularización de toda la sociedad, por la progresiva pérdida de credibilidad por parte de sus poblaciones en la propuesta espiritual que traía el cristianismo, alrededor de la cual se había estructurado la civilización que había remplazado a la greco-romana. Esta secularización vino aparejada con el surgimiento de dos fuerzas sociales nuevas y muy poderosas, que fueran definidas magistralmente en 1953 por Ernesto Sábato en su obra Hombres y Engranajes.
Estas dos fuerzas fueron el dinero y la razón. En esos momentos históricos nació el germen del capitalismo (el mercantilismo), y Galileo Galilei dejó asentados los primeros parámetros para el desarrollo de la ciencia.
Las nuevas fuerzas no pudieron sustituir la pérdida del sistema de valores trascendentes que había motorizado durante varios siglos a todos los estratos sociales. El vacío creado por la ausencia de estos valores trascendentes -que son siempre los motores fundamentales que mueven a hombres y mujeres hacia el logro de objetivos colectivos más allá de los destinos individuales- fue a lo largo de los siguientes quinientos años un hueco que Occidente intentó remediar con diversos paliativos.
Entre el siglo XVI y el XVII surgieron los valores del Iluminismo y del Humanismo, que fueron sustituyendo la fe en dios por la fe en el propio hombre, y las propuestas que finalmente llevaron al cambio de una sociedad basada en la monarquía y la aristocracia, por una sociedad basada en la representatividad de algunos de sus sectores y la aparición (en términos clásicos) de un nuevo estamento dominante, la burguesía.
Pero como eran realmente paliativos, estos nuevos sistemas de valores no lograron arraigarse en el corazón de los pueblos, y en el siglo XIX, con el auge del industrialismo, intentaron ser sustituidos por las promesas de una ciencia y una tecnología que en su desarrollo, traerían la utopía a las sociedades. En ese mismo siglo nacen, de las entrañas de la lucha contra la opresión que la nueva sociedad industrial ejerce sobre las clases trabajadoras, las nuevas propuestas sociales revolucionarias (que lo que hacen fundamentalmente, es proponer nuevos sistemas de valores), el anarquismo, el socialismo, el comunismo y el cristianismo revolucionario.
El siglo XX va a ser el período del desengaño. Las dos guerras mundiales arrasaron no sólo con inmensos contingentes materiales, sino con la propuesta de vida de la burguesía europea que colapsó (colapso que fuera denunciado previamente y mientras aconteció por el Arte. Desde el impresionismo al dada-surrealismo la estética estuvo denunciando la caída de una cultura). El naciente imperio norteamericano sustituyó el sistema de la burguesía europea con su american way of life y su cultura del consumo (que eran herederos de aquella). Mientras tanto, la revolución rusa como existencia concreta de una de las propuestas teóricas nacidas el siglo anterior en respuesta a la injusticia, representó una nueva esperanza para todos aquellos que creían que era posible lograr una sociedad mejor.
El transcurso del siglo XX mostró el fracaso de esa experiencia, así como la derrota de los distintos intentos de lucha (social y armada) emprendidos en las décadas de los 60 y 70 en diferentes lugares del planeta –y en especial en Latinoamérica- intentando transformar esa sociedad occidental que ya se percibía como insostenible.
Entonces, sobre todo en la década de los 80, pareció imponerse en el mundo la creencia de los dominadores en su triunfo definitivo. Parecíamos haber llegado no sólo al triunfo definitivo del capitalismo (que ya se había convertido en neoliberalismo, o neocapitalismo corporativo), sino a lo que Fukuyama (un representante de esos dominadores) definió como el fin de las ideologías y el fin de la historia. O sea, el capitalismo occidental y su establishment habrían logrado acabar con toda otra visión alternativa de la vida, y por lo tanto sólo les quedaría permanecer indefinidamente en el mundo como el único sistema natural para toda sociedad.
El problema es que las propuestas de este sistema son en verdad de muy corto alcance, y no están en capacidad de abastecer las necesidades integrales de la humanidad. El afán de lucro, el individualismo, la competencia, la carrera constante tras la zanahoria colgada frente a los ojos de la ávida acumulación de productos materiales cada vez más efímeros, no logra saciar a las grandes masas de un Occidente que hoy ha globalizado el planeta.
Para mantener el sistema es necesario combinar el garrote y la zanahoria, acumulando armas, sistemas de control y poderío militar por un lado, y desarrollando cada vez mas el sistema de condicionamiento y vigilancia (Big Brother + Mundo Feliz) retransmitido cotidianamente por la red coordinada de medios de comunicación masiva, controlados por los intereses que manejan el planeta. Primero se genera y mantiene el miedo que controla las multitudes, y a la vez se las estupidiza y atonta.
Aún así, lo mejor de los seres humanos parece ser indestructible. Quien escribe fue en su juventud uno de aquellos que intentó tomar el cielo por asalto y recibió, como toda su generación, el balde de agua helada de la derrota. Y, efectivamente la quietud ideológica y política de la década de los 80 que siguió a esa derrota nos apareció como “la paz de los cementerios”. Sólo la fe (sí, la fe) mantuvo firmes nuestros valores y nuestras creencias y nuestra disposición a proseguir peleando por un mundo mejor. Esos fueron tiempos de aparente desaparición de propuestas de cambio y de absoluta confusión de valores. Como apuntamos antes, las únicas propuestas para el conjunto de la sociedad eran el consumo, la ganancia y la posesión de bienes materiales.
Sin embargo aquí estamos, en el albor del tercer milenio, el siglo XXI nace con grandes convulsiones, aparecen como de la nada (no de la nada, sino desde abajo, desde los cada vez más numerosos excluidos de la sociedad de consumo) movimientos sociales que nacen como los hongos después de las lluvias.
En muchos sitios, pero sobre todo en nuestra Latinoamérica mágica, estos movimientos nacidos en el seno de los pueblos, emergen y convulsionan los sistemas, en algunos países usan el propio sistema de elecciones para llevar al poder a líderes contestatarios, en otros países se constituyen en la conciencia y el foco de disidencia. Vienen de distintos orígenes, algunos desde las viejas culturas originarias, otros desde lo profundo de la exclusión, otros desde las propias raíces campesinas. Traen consigo nuevas propuestas (que son muy viejas) de fraternidad, de solidaridad, de sentido de pertenencia, de colectividad, de justicia social, de un nuevo mundo posible.
Y aparecen con fuerza en medio del rechinar de las estructuras de dominación. No sólo la grave y recurrente crisis económica, sino sobre todo lo que parece ser el descreimiento absoluto de las propias poblaciones de los países centrales, dejan como única respuesta al status quo, los manotazos de ahogado de las intervenciones militares, en las cuales también van fracasando sistemáticamente.
Respuesta a la pregunta del título: ¿El fin de la historia?
Sí, el fin de la historia del dominio de los representantes de Occidente, y el principio de la historia del hombre y la mujer nuevos y la sociedad nueva.
miguelguaglianone@gmail.com