San
Miguel es una de las pocas voces de la oposición que maneja con cierto
conocimiento el tema militar, posiblemente por cercanía familiar con el
mismo. No vacila en decir que la detención y deportación de Pérez
Becerra es un “paso positivo” del Gobierno, que debe “saludarse sin
titubeos”, ya que podría “reconciliar a nuestro país” con una “actitud
clara frente a la existencia de grupos armados al margen de la ley”.
Aquí, extiende sus conclusiones al caso de los grupos armados
venezolanos, que actúan a favor del gobierno en la política diaria. Le
preocupa, como lo señala al final de su artículo, la inexistencia de
protocolos y reglas claras que impidan el regreso de los deportados.
Si
algo celebramos en los inicios del gobierno chavecista fue precisamente
la neutralidad en el conflicto armado de Colombia. Nos venían
preocupando las actitudes y presiones cada vez más intensas y
frecuentes, que nos querían llevar a convertirnos en parte de un
conflicto que no era nuestro. Se pretendía que nuestras Fuerzas Armadas
se convirtieran en yunque, mientras las colombianas actuaban como
martillo en su lucha contra la insurgencia guerrillera del vecino país.
Esto trasladaba la guerra que ellos viven a nuestro territorio y
transformaba en posibles víctimas a nuestros jóvenes soldados y
oficiales; algo absurdo en una guerra en la que no teníamos arte ni
parte. Objetamos cuando el Presidente se inclinó a favor de las FARC,
pues repito no era ni es nuestro conflicto.
Esa
correcta política de neutralidad no podía permitir la existencia en
nuestro territorio de bases guerrilleras o de para militares, ni la
penetración del ejército colombiano en nuestra geografía en persecución
de irregulares, pero no por la existencia de un acuerdo
firmado entre los presidentes, sino por ser Venezuela una nación
soberana, que no puede permitir la existencia de otros poderes dentro de
sus espacios. Contrario a lo señalado por San Miguel, lamentaríamos
enormemente el final de una política correcta, pues nuestros intereses
si bien no son los de las FARC ni los del ELN, tampoco son los del
gobierno de Santos, ni los de la oligarquía colombiana, ni mucho menos
los de su aliado más fuerte, importante y peligroso: el gobierno de
Estados Unidos.
Durante
muchos años, el país y sus gobiernos adeco-copeyanos resistieron, a
veces más a veces menos, la presiones extranjeras imperiales y de la
reacción interna, en el sentido de participar beligerantemente a favor
del gobierno colombiano en su guerra de décadas contra las FARC.
Demostraciones de esta actitud contradictoria, reflejo de luchas entre
posiciones distintas de sectores políticos, económicos y militares, son
las incursiones fronterizas armadas, como la de El Amparo, y la
presencia por décadas en nuestro país de un representante diplomático de
las FARC. El discurso siempre estuvo alrededor de la neutralidad y de
ayudar en el logro de la paz, efectuándose incluso en nuestro país
reuniones de diálogo entre los grupos beligerantes y el gobierno
colombiano. Otras veces la práctica estuvo reñida con esta posición.
Hoy,
las palabras escritas de Rocío San Miguel nos devuelven a una
perspectiva ingrata, que hubiéramos podido superar en estos doce años,
si la política de neutralidad inicialmente esbozada hubiera sido
mantenida sin concesiones de ninguna especie: Ni a las fuerzas
guerrilleras insurgentes, ni al gobierno colombo-norteamericano. La
neutralidad es la única práctica legítima si somos realmente defensores
de la soberanía de los pueblos, de la no intervención en los asuntos
internos de otras naciones y de la independencia nacional.
La Razón, pp A-2, 8-5-2011, Caracas
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