Es humillante
y nada cristiano darse cuenta que, mientras las clases pudientes tienen
sus clínicas privadas y médicos de cabecera, la gente de nuestros
barrios y campos se muere en el silencio, sin primeras páginas en los
diarios, sin compasión. De esa dolorosa historia están llenos
nuestros barrios y campos.
Cómo olvidar
la muerte de una madre parturienta en un pueblo abandonado de los andes
venezolanos. Era el día siete de noviembre y mientras la brisa
helada soplaba por las solitarias calles empedradas del caserío, una
cuadrilla de hombres hacían su entrada desde un campo lejano;
embarrados y macilentos, extenuados por el hambre y la sed después
de cinco horas cargando una enferma. Dos palos de maguey y una hamaca
servían de ambulancia. Dentro, amontonada y sudorosa una madre
callaba y sufría sin quejarse. En el pueblo solo había un dispensario
con algunos frascos de vidrio empolvados y vacíos en un armario y
un camastro de metal de quien sabe cuantos años. Esto era cuanto
existía para salvar vidas. Había una generosa enfermera que,
impotente ante el dolor que por allí desfilaba cada día, hacía
cuanto estaba a su alcance, pero muchos morían en sus manos ante
la angustia que le causaba el no poder hacer más.
En ese villorrio
y en otros tantos, era una grosería protestar porque no había
médico, pues parecía que los campesinos de aquella región estaban
condenados a morir de cualquier cosa. Sus más elementales derechos
no solo les eran negados, sino que no los sabían ni se los enseñaban
para que no los reclamasen. Es el peor de los analfabetismos, no conocer
sus propios derechos.
Aquella joven
madre, aferrada a la vida, y negándose a morir por el amor a sus hijos,
tuvo que morir. Pero, ¡claro! si no había otra alternativa, el pecado
de ser pobre no le daba derecho a tener un servicio médico. Espiró
después de ser estrujada una hora más en un destartalado jeep que
lentamente se deslizaba como una araña por el camino pedregoso;
el hospital más cercano estaba a otras cinco horas de viaje.
Era una mujer
creyente como todas las madres campesinas de aquellas tierras, devota
de la Virgen que hasta la pudo llamar en los últimos minutos. El Dios
de Jesús y sus santos es la única esperanza del pobre cuando
no tiene otra elección sino la muerte y cuando hasta los más elementales
derechos le son negados.
Como esta historia
hay tantas, escondidas en la arrugada geografía de los andes venezolanos,
en la tierra panche de nuestros llanos o en los escaléricos cerros
de las grandes ciudades. Historias que nunca se han contado y que jamás
se contarán. El cielo está lleno de muertos víctima de la injusticia
de un sistema que nunca ha pensado en la salud del pobre. Que desde
siempre se construyó hospitales, clínicas, formó médicos y diseñó
seguros para una élite.
Hoy cuando recuerdo aquella historia verdadera, de la cual tristemente fui testigo, no puedo sino alabar y bendecir la presencia de un médico entre los pobres, porque, Dominga, la madre de la cual les hablo, formó parte de esos millones de víctimas a quienes la salud les ha sido negada. Cuanto hubiese dado yo, aún siendo tan insignificante, por un médico en aquel olvidado caserío para que salvara la vida de aquella madre y de tantas otras que morían por la misma causa. Había parido con dolor extenuante un hijo, y ahora con el silencio que solo la fe era capaz de darle, moría irremediablemente como la cosa más normal. Claro, ella no era noticia, nunca lo fue, pues era tres veces pobre porque: era campesina, era mujer y sin salud.
Es fácil para
los ricos de este mundo que siempre han tenido todo desde la cuna, hacer
juicios absurdos sobre la presencia de los médicos cubanos y de los
hoy médicos integrales. No es una ideología la que está en juego,
es la vida y la salud de un pueblo y eso no admite distinciones ideológicas
Solo los que hemos pasado por la escuela del dolor al no tener médico,
valoramos su presencia como la de un apóstol, como la del mismo Jesús
que pasó por los pueblos heridos de su tiempo, “haciendo el bien
y curando a todos los que tenían alguna enfermedad”. Esta debe ser
la misión de los médicos, de la nacionalidad que sean, y un deber
del estado proporcionar los recursos para que su presencia sea un hecho
salvador entre los humildes.
Aquella tarde
de noviembre, solo hacía falta un médico: negro o blanco, cubano,
estadounidense o europeo, creyente o ateo, cirujano o integral, no me
importaba eso. Lo que importaba era salvar una vida y evitar la secuencial
tragedia que comenzaba para cinco huérfanos. Un bien de tal naturaleza
sigue siendo mas cristiano que todos los credos que se hayan inventado.
A Jesús le encantaría, como le encantó el gesto del buen samaritano.
Samaritanos,
eso es lo que necesitamos. No importa si son judíos o gentiles, lo
que importa es que sean buenos samaritanos, capaces de acercarse sin
temor, sin asco, sin prejuicios raciales ni religiosos a un pueblo herido,
pateado y abandonado a la orilla de las grandes autopistas.
Al diablo con
los criticones de palacio, es fácil emitir juicios cuando el dolor
de ser pobre no ha tocado el alma. Desgraciadamente, la falta de experiencia
desde el sufrimiento, hace a los hombres ciegos e indolentes y no les
deja ver la presencia de Dios en la historia de los pueblos.
Ya lo decía
Bolívar: “La humanidad se divide en dos grandes grupos, unos que
trabajan y otros que se sientan a criticar de los que trabajan”
numamolinasj@gmail.com
Periodista