El naciente imperio yanqui descubrió que el invento amarillo de los magnates del periodismo industrial –llámense William R. Hearst o Joseph Pulitzer- podría servir para algo más que ganar dinero, vaya por caso, hacer y justificar guerras de expansión. La de Estados Unidos contra España para dirimir quién se quedaba con Cuba, es un ejemplo clásico en la historia del periodismo. A partir de la “auto provocada” explosión del Maine en 1898, cada invasión gringa a los países latinoamericanos tuvo su campaña mediática como primer bombardeo de toda guerra: el bombardeo a las conciencias.
La mañana del 12 de abril de 2002, los almirantes y generales golpistas se fueron a la televisión comercial venezolana para contar –y vanagloriarse- de su “epopeya”: “Nuestro poder de fuego –proclamaron- fueron los medios de comunicación”. Era un reconocimiento del poder militar al poder mediático. Y además, era una gran verdad. No es casual que el secretario de la Presidencia de Pedro Carmona Estanga, haya registrado que los primeros en llegar a Miraflores fueron los dueños de los medios.
Lo demás es historia conocida, siempre negada o tergiversada. Aparentemente, las aguas de la política volvieron a su cauce, pero las del amarillismo jamás lo harían. Cada cierto tiempo, se desbordan, se salen de madre y, cuando se les llama la atención, corren a la SIP o a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos a quejarse de que les quieren violar su libertad de expresión. Son los motolitos de la información, que lanzan la piedra y esconden la mano. En eso llevan una década larga.
El amarillismo no tiene soportes ni memoria. Agarra un tema cualquiera, lo explota durante un tiempo y luego lo desecha, sin la menor explicación ni empacho. En el caso venezolano, existe una cartelización de la noticia. Cuando se toma un hecho determinado, la mayoría de los medios se lanza por ese desaguadero. Un día, la emprenden con los neonatos que mueren en las incubadoras de la maternidad. Un buen lunes, se olvidan de esos angelitos y se mudan para las morgues. La noticia ahora son los cadáveres apilados en primera plana, con alguna mosca revoloteando sobre los titulares. Sin tan siquiera inhumarlos periodísticamente, abandonan los cuerpos inertes y se zambullen en las alcantarillas para rastrear las aguas servidas y llevarlas a las pantallas, a la fanfarria de las radios o a los sumideros de los periódicos. A finales del siglo XIX y principios del XX, a esta aberración profesional se le bautizó como periodismo de albañal.
Muchos medios se han zambullido en las aguas negras del amarillismo para ver si logran reflotar una candidatura presidencial que se fue a pique. Advierten que toda el agua que tomamos está podrida. De ser cierto, de aquí al 7 de octubre sólo quedará vivo su candidato porque toma agua embotellada, pero aun así, no ganará las elecciones porque todos los electores estarán muertos, envenenados con la contaminada agua de los medios.
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