El conocimiento es una imagen subjetiva de la realidad objetiva, un reflejo del mundo externo en las formas de actividad y conciencia humana, el ser real de la cosa exterior en la actividad del sujeto como imagen interior. El ser ideal de la cosa no se confunde con el ser real, ni tampoco con las estructuras materiales del cerebro y de la lengua, por medio de las cuales existe en el interior de hombre individual. Siendo una forma del objeto exterior, es diferente de los instrumentos de su percepción (cerebro, lenguaje, estructuras lógicas); pero es también diferente del objeto exterior por estar interiorizado como imagen subjetiva en el cuerpo orgánico del hombre, y en el lenguaje. La idea o conocimiento, es así, el ser subjetivo del objeto, el ser de un objeto en otro y a través de otro.
El mundo de las ideas no nace de la psicología individual, ni de la fisiología del cerebro, afirmarlo sería capitular ante una visión antropológica-naturalista, ahistórica de la esencia del hombre, visto solamente como parte de la naturaleza. El hombre es producto del trabajo (socio-históricamente determinado) que transforma el mundo exterior en cuanto al mismo hombre. El trabajo es la condición básica y fundamental de toda la vida humana. Y lo es en tal grado que, hasta cierto punto, se puede decir que el trabajo ha creado al propio hombre. Así el conocimiento, el mundo de las ideas, no resulta de la contemplación pasiva de la naturaleza, sino que surge como forma y producto de la transformación activa de la naturaleza por el trabajo. Existe, por lo tanto, un elemento mediador entre el hombre que piensa y la naturaleza en sí: El trabajo, la práctica, la producción. El marco objetivo de la naturaleza se revela al hombre social, que produce su vida. Por esto, la actividad que transforma la naturaleza (La cambia, la deforma) es la misma que puede mostrarse al conocimiento como era ésta, antes de ser transformada.
Gracias a la cooperación de la mano, de los órganos del lenguaje y del cerebro, no sólo en cada individuo, sino también en la sociedad, los hombres fueron aprendiendo a ejecutar operaciones cada vez más complicadas, a plantearse y a alcanzar objetivos cada vez más elevados. El trabajo mismo se diversificaba y perfeccionaba de generación en generación extendiéndose cada vez a nuevas actividades. A la caza y a la ganadería vino a sumarse la agricultura, y más tarde el hilado y el tejido, el trabajo de los metales, la alfarería y la navegación. Al lado del comercio y de los oficios aparecieron, finalmente, las artes y las ciencias; de las tribus salieron las naciones y los Estados. Se desarrollaron el Derecho y la Política, y con ellos el reflejo fantástico de las cosas humanas en la mente del hombre: la religión. Frente a todas estas creaciones, que se manifestaban en primer término como productos del cerebro y parecían dominar las sociedades humanas, las producciones más modestas, fruto del trabajo de la mano, quedaron relegadas a segundo plano, tanto más cuanto que en una fase muy temprana del desarrollo de la sociedad (por ejemplo, ya en la familia primitiva), la cabeza que planeaba el trabajo era ya capaz de obligar a manos ajenas a realizar el trabajo proyectado por ella. El rápido progreso de la civilización fue atribuido exclusivamente a la cabeza, al desarrollo y a la actividad del cerebro. Los hombres se acostumbraron a explicar sus actos por sus pensamientos, en lugar de buscar ésta explicación en sus necesidades (reflejadas, naturalmente, en la cabeza del hombre, que así cobra conciencia de ellas). Así fue cómo, con el transcurso del tiempo, surgió esa concepción idealista del mundo que ha dominado el cerebro de los hombres, sobre todo desde la desaparición del mundo antiguo, y que todavía lo sigue dominando hasta el punto de que incluso los naturalistas de la escuela darviniana más allegados al materialismo son aún incapaces de formarse una idea clara acerca del origen del hombre, pues esa misma influencia idealista les impide ver el papel desempeñado aquí por el trabajo.
Tal como se afirmó al principio de este escrito el conocimiento científico no contiene como tal, aspectos filosóficos, no obstante supone y controla algunas hipótesis filosóficas de las cuales se descatan dos:
a) El realismo: El mundo externo al sujeto existe. El mismo hecho de llevar a cabo investigaciones científicas supone la aceptación del realismo ontológico
b) El determinismo. Las cosas y acontecimientos son determinadas (dos) y es posible el conocimiento integral de los hechos y de sus modos de ocurrir a pesar de las denominadas leyes estocásticas y de la teoría de los cuantos que “probó” la objetividad del azar, entendiendo a ésta como un juego mutuo de acciones y reacciones entre una muchedumbre de factores en una infinidad de casualidades.
Esta objetividad del azar es considerada por el determinismo ontológico estricto como una forma de devenir o acontecer de las cosas o situaciones que obedecen a las mismas leyes del proceso particular de desarrollo de la materia.
Referencias.
Cardoso, Ciro. Introducción al trabajo de la investigación histórica. edit. Critica. 1981
Federico, Engels. El papel del trabajo en el proceso de transformación del mono en hombre". Junio de 1876
Jiménez Núñez, Antonio. En marcha con Fidel. Edit. Letras cubanas, 1982
UCE. Dossier Escuela. El Materialismo Dialectico, La Filosofía del Marxismo.2010