El hambre es la más eficaz arma de destrucción masiva. Es una guerra del capitalismo contra gran parte del género humano, que mata silenciosa pero implacablemente con mucho mayor poder destructor que las explosiones nucleares de Hiroshima y Nagasaky. Existen en nuestro planeta 852 millones de personas con desnutrición aguda mientras el gasto anual en armamentos supera el millón de millones de dólares. Cada cinco segundos muere un niño por hambre o por enfermedades relacionadas con el hambre. Cada veinticuatro horas mueren de hambre cien mil personas, de las cuales treinta mil son niños menores de cinco años, muchísimas veces más que las víctimas de los atentados terroristas de Nueva York, Madrid, Londres, Bali y Sharm el Sheij. Setenta y dos millones de latinoamericanos viven en pobreza extrema y sufren hambre. Sin embargo, un estudio citado por la Organización para la Agricultura y la Alimentación de la ONU (FAO por sus siglas en inglés), afirma que bastarían 25 millones de dólares anuales para reducir considerablemente los indicadores de desnutrición en América Latina y salvar a 900 mil niños de la muerte. Casi una tercera parte de los niños del Tercer Mundo sufren retraso en el crecimiento y tienen estatura y peso inferiores a lo normal debido a la desnutrición, situación que podría revertirse con la suma empleada por Estados Unidos para pagar apenas unos días de su criminal intervención en Irak. Mientras esto ocurre, sobran, se derrochan y destruyen alimentos, basándose en patrones de distribución y consumo egoístas e irracionales y en la ganancia por encima de la satisfacción de las necesidades humanas. De hecho, se dispone de capacidades productivas para alimentar al doble de la población del planeta. El hambre, por lo tanto, es un problema eminentemente relacionado con el sistema de producción y distribución social dominante. Su pervivencia es responsabilidad de la privilegiada nómina de potencias capitalistas opulentas y de las enriquecidas elites locales que utilizando al Banco Mundial, al FMI, la OMC y los leoninos tratados de libre comercio dictan el actual orden económico mundial. Y es que sin mucho esfuerzo podrían poner fin al bárbaro holocausto del hambre con sólo un poco de voluntad política.
Curiosamente, son estas mismas potencias, que han adquirido su riqueza saqueando cada vez más a los países pobres, las que presumen de civilizadas. Ellas y su aparato mediático reparten hipócritamente a las demás naciones amenazas y sanciones sobre el ejercicio de la democracia y de los derechos humanos. Una democracia que funciona espléndidamente con legiones de hambrientos, en la que estar debidamente alimentado no forma parte de aquellos derechos.
Las políticas privatizadoras y de liberalización comercial impuestas a los países subdesarrollados por esas potencias, la deuda externa que ya han cobrado varias veces y continúan cobrando ad infinitum y los flujos incontrolables de capital especulativo han agravado y seguirán agravando el flagelo del hambre. Millones de personas están siendo desplazados de sus lugares de origen en Asia, Africa, Oceanía y América Latina por la quiebra de las agriculturas campesinas y el deterioro ecológico causados por el monopolio de la producción y distribución de alimentos de cuatro o cinco empresas transnacionales. Estas, subvencionadas generosamente por sus gobiernos imponen precios bajos artificialmente, con los cuales los campesinos no pueden competir. Junto a esto, la desindustrialización y el desempleo ocasionados por esas políticas han contraído a tal extremo los mercados nacionales que la producción agrícola ya no encuentra salida en ellos.
Africa ha sido la víctima más sufrida de la ofensiva neoliberal, particularmente en la zona del Sahel debido a la desertificación ocasionada por el cambio climático. Cuando, como ocurre ahora en Níger, millones de personas que podrían haberse salvado están a punto de morir de hambre porque no se actuó a tiempo, el macabro espectáculo se vuelve noticia por unos días para luego desaparecer hasta que ocurra una nueva hambruna. Pero esos mismos que ofrecen la noticia obvian el análisis de sus causas al punto que parecería lo más natural que la condición de habitante del Tercer Mundo equivalga intrínsecamente a la de hambriento. Así es la democracia. Además, la guerra de Bush “contra el terrorismo” no deja tiempo ni mucho menos dinero para ocuparse de semejantes minucias.
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