Desde que se inició el proceso generalizado de revueltas populares en el mundo árabe en diciembre de 2010, este ha corrido, naturalmente, distinta suerte en cada uno de los países en que ha tenido lugar. Ahora, lo que sí había que tener en cuenta desde un principio, es que este proceso sería largo y no necesariamente traería estabilidad y democracia de manera inmediata, o bien, prontamente. Esta era la ilusión de las potencias occidentales, para las que es muy difícil tolerar la inestabilidad política en una región en la cual se juegan demasiados intereses políticos y económicos para ellas. Pero los pueblos árabes no tienen porqué hacerse cargo de ello. Por lo que, hemos de establecer dos premisas para nuestro análisis: 1. El asombro por el reciente derrocamiento del presidente egipcio por los militares o por la cruenta guerra civil que se libra en Siria, no es –como hubiese dicho Walter Benjamin- “un asombro filosófico”. 2. Por cierto que los intereses de las potencias occidentales en la zona son cruciales en los destinos políticos que allí se juegan, pero no son más ni menos que las aspiraciones populares, centrar todo el análisis en estos intereses, sea desde el vulgar izquierdismo antiimperialista o desde la absoluta credulidad en el discurso democrático transmitido por los al-Jazeeras o los CNNs, es reducir a la nada la capacidad de cambio de los pueblos árabes.
Desde estas dos premisas, el presente análisis entonces, tomará como punto de partida el hecho que una revuelta popular masiva de las dimensiones de la llamada primavera árabe iba a traer necesariamente al menos un buen número de décadas de inestabilidad (por no decir un siglo), y situará el problema desde los pueblos y no desde las elites ni las potencias. Es decir, se centrará en el sujeto político que produjo el acontecimiento, y no en los actores que han intentado gestionarlo. Salvar la sustancia de este sujeto que ha hecho venir el acontecimiento, nos permite escribir muy poco, pero ese poco es necesario. Necesario para mirar con lucidez el curso de los hechos. Necesario para el imperativo ético de resistir a los chantajes intelectuales de todo tipo que imponen las polarizaciones establecidas por los poderes que integran el campo de lucha.
Siria: de la revuelta a la guerra civil
Es cierto, a estas alturas la caída del régimen de Bashar Al-Asad se ha convertido en un objetivo primordial de los EEUU, así como de Israel y las potencias del Golfo. Sin embargo, lo fue primero para el pueblo sirio en marzo de 2011. La prepotente actitud de no escuchar al pueblo, de retener el acaparamiento del poder por parte del régimen y su política de aplacar la rebelión a través de la matanza indiscriminada de los manifestantes civiles inermes –llegando solo en un año a superar por 10 la cantidad de víctimas que la dictadura de Augusto Pinochet se cobró en 17 años- es lo que ha producido el actual estado de cosas. Este se configura así: un régimen con discurso antiimperialista, que resiste a su caída con la ayuda de Rusia, China, Irán y Hezbollah; del otro lado, una oposición fragmentada, crecientemente compuesta de grupos armados, y progresivamente ideologizados con elementos islamistas de corte wahabí, que han teñido el conflicto de sectarismo, y que actúan con una brutalidad no menor que la del régimen –guardando la salvedad que la capacidad armamentística es muy inferior, si bien, comenzarán pronto a ser armados por los EEUU-.
Se trata de un panorama lamentable, incluso más, un panorama que es capaz de amordazar cualquier voz contraria al sangriento régimen, pero al mismo tiempo, opuesta a los intereses estadounidenses e israelíes en la región. Se trata del vulgar chantaje antiimperialista. Si estás contra Bashar estás con los EEUU, Israel, el wahabismo y la OTAN. Si somos fieles a las aspiraciones del pueblo sirio, que salió en marzo de 2011 a las calles a gritar “el pueblo quiere la caída del régimen”, es necesario negarse al chantaje antiimperialista, pero tener a la vez la lucidez de que ello no implica estar del lado de los intereses americano-israelíes, hay que saber decir NO a Bashar y NO a la intervención extranjera. Tampoco significa querer hacer de Siria un Estado Islámico como lo quiere el Yabhat al-Nusrah, en este sentido, también hay que saber decir NO a la violencia sectaria.
Hay que tener respeto por las aspiraciones populares libertarias que se expresan, o en su momento, se expresaron en la calle –ya no tienen la oportunidad-, y para ello se requiere dejar de lado la moral del estratega, y mirar el curso de los acontecimientos con una ética que solo se asocia a la potencia de lo público. Los sirios quisieron producir un cambio de régimen, salir de un régimen militar dinástico a uno libremente determinado por ellos. La fuerza del régimen no lo permitió. Y esto allanó el campo para que los detractores regionales e internacionales del mismo, entraran oportunistamente a intentar manejar lo que en un principio fue una revolución para transformarla en reacción. Una ética de la potencia de lo público es deseosa pero desinteresada. En este sentido, se opone al régimen sangriento y a las oposiciones y potencias oportunistas e interesadas.
¿Y qué hay de Egipto?
El día 3 de julio de este año el primer presidente civil y democráticamente electo en la historia de Egipto, Mohamed Morsi, fue destituido por los militares tras meses de protestas populares en su contra. ¿Fue esto un golpe de estado? No creo que lo importante para el análisis sea el optar por una determinada denominación. Se ha criticado a muchos sectores o personajes por evitar referirse al hecho como “golpe de estado”, mientras que ese ha sido el nombre que todos los medios de comunicación internacionales han utilizado. ¿Se trata realmente de un golpe de estado? Por hacer solo una comparación, el día 11 de septiembre de 1973 en Chile, ya desde cerca de las 9 AM estaba impuesto un toque de queda que impedía salir de sus casas tanto a partidarios como detractores del Presidente Allende. Lo sucedido en Egipto el 3 de julio está muy lejos de eso. Los manifestantes pro y contra Morsi seguían protestando en las calles hasta las 5 AM de la madrugada siguiente, y lo han seguido haciendo por todos los días siguientes. Pinochet había concertado el golpe con las fuerzas civiles de oposición así como con todos los mandos militares, de manera que tras la destitución de Allende, la junta militar tomó el poder y en Chile hubo una dictadura militar que duró 17 años. Nada de esto ha sucedido en Egipto. Los militares han intervenido dando un ultimátum al presidente Morsi para que incluya a más fuerzas políticas en su gobierno, y para que revoque decisiones que no representan a la mayoría de los egipcios. Ante la negativa de Morsi, los militares han actuado procediendo a su deposición y a su reemplazo por un presidente interino, también civil.
Lo que sucedió en Egipto fue que, desde la destitución de Mubarak y el inicio de lo que se intentó llamar “transición a la democracia”, el partido de los Hermanos Musulmanes se aprovechó de ser la fuerza política opositora más organizada (no por ello mayoritaria), lo que le permitió ganar la mayoría de los cupos en la Asamblea Constituyente que tuvo a cargo la redacción de una nueva Constitución. Con ello, impusieron sus visiones de manera prepotente por sobre las del resto de la fragmentada oposición, compuesta por sectores mayoritariamente laicos, sean nacionalistas (nasseristas), izquierdistas, liberales, etc. Lo mismo se repitió para las elecciones presidenciales y parlamentarias. La Hermandad logró obtener la mayoría necesaria para tener al primer presidente egipcio surgido de la revolución de febrero de 2011, y también logró la mayoría de los escaños en el parlamento. ¿Significa esto que la nueva democracia fue representativa de las aspiraciones populares que votaron a Mubarak? Los hechos del 3 de julio lo dejan en claro. Y lo dejan en claro porque no se reducen solo a ese día.
En realidad, las protestas en Egipto no han parado desde la caída de Mubarak, pero es algo que los medios de los países “democráticos” han ignorado. Y lo han ignorado porque su dogmatismo de la “democracia por la democracia”, les ha impedido ver la realidad de que las instituciones presuntamente democráticas construidas tras la caída de Mubarak fueron el fruto de una dictadura de la mayoría de votos, con lo que se pensó que se podía imponer las visiones de un sector no menor del espectro político a toda la sociedad egipcia. Esto es lo que ha hecho la Hermandad Musulmana, ejercer una dictadura de la mayoría de votos, convirtiéndose en un gobierno poco inclusivo, y que no escucha a la ciudadanía que no comparte su visión de país, y que en consecuencia, ha desvirtuado el espíritu de la revuelta de febrero de 2011.
Es por ello que Morsi ha sido derrocado. Poco importa el juicio sobre la “débil democracia en Egipto”, o sobre un “golpe militar”. Lo que ha sucedido el 3 de julio de 2013, es que los militares, para salvar cierta estabilidad, han tenido que ceder a las presiones populares y facilitar un proceso de destitución de un presidente que –por civil y democráticamente electo que haya sido- no estaba escuchando a la ciudadanía. Esto no significa para nada el confiar ciegamente en los militares como los defensores del pueblo. Pero sí hay que tener claro que la deposición de Morsi, tiene más que ver con la expresión de la sustancia del sujeto político que se hizo ver en febrero de 2011 en la plaza Tahrir, que con un golpe militar. Nadie sabe lo que viene. Pero sí sabemos que los egipcios siguen siendo un pueblo y no una población, y en este sentido, siguen negándose a ser gobernados por reglas que no participan de su deseo.
Kamal Cumsille Marzouka es Profesor del Centro de Estudios Árabes de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile.
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