Retrato de burgués con macuto y gorro frigio

Durante siglos nos hemos empeñado en convertir a la burguesía en una clase social. No. La burguesía no es más que ese fragmento de la sociedad que está satisfecho. Es esa fracción que piensa que el mundo está bien cuando para ella todo anda chévere. O que asegura que el universo entero está mal porque a ella no le están saliendo las cosas como había soñado… Es ese pequeño lote del mundo humano que jura que se ha ganado el privilegio de acostarse a descansar para ver trabajar a los demás. Sabe, o cree saber, que sus integrantes son los únicos con chance y posibilidad cierta de acceder al poder político. (En verdad, sólo en ellos los oligarcas podrían, medianamente, confiar ese mandado)…

Los miembros de eso que llamamos burguesía están tan individualizados que malamente pudieran concebirse como miembros de una clase social. A lo sumo, tal vez lo serían de una casta. Una clase social únicamente lo es cuando sus integrantes se sienten parte de un colectivo. En ese sentido, los realmente excluidos de los bienes de la tierra están claros. Mucho más aún en este insólito y maravilloso país nuestro, luego del paso fulgurante de Chávez por su Historia. Los pobres de hoy saben que lo son, pero también saben que tienen todo el derecho a dejar de serlo. Por eso, la casta burguesa no los quiere ni en un fresco de Miguel Ángel. ¡Es que podrían alcanzarlos e igualárseles!
A la burguesía criolla le gusta autodenominarse “clase media”. No parece caer en cuenta de que sólo puede usarse una expresión como esa porque existen, al menos, una clase por encima y otra por debajo de ella. La inveterada dicotomía entre lo superior y lo inferior. (Cosa verdaderamente malvada y triste, sin nos ponemos a ver).

La gran mayoría de nuestros burgueses siente un extraño regusto al declararse apolítica. Eso la hace sentirse muy superior a quienes pierden su tiempo pensando y discutiendo sobre semejante despropósito. ¡Ja, la política! Para cualquier aburguesado ciudadano “la política es sucia” e innecesaria. Eso le enseñaron para poder anularlo. “Si yo no trabajo, no como” dice. (En muchísimos casos, lo de “trabajo” es un decir)… A estas alturas, en Venezuela el pueblo sabe que un apolítico no es más que un derechista flojo de entendederas y pasión. Es ese personaje que le hace el juego a los oligarcas al dejarle el campo despejado para que desarrolle, a sus anchas y sin monitoreo, sus marramucias. Es alguien que asiste a la Universidad para hacerse doctor o licenciado en una profesión que sí le rinda beneficios. Es un individuo que suele ser alérgico a los libros y que repudia a los intelectuales. Es un gozón que aunque no quiera que le den, exige que lo pongan donde haiga.

Un burgués con el autoestima en el lugar que le corresponde sabe que, como nada supera al güisqui dieciocho años, tiene todo el derecho de degustarlo cada vez que le venga en gana; pero eso sí: en alguna tasca de las más caras, para que todos lo vean derrochar en absoluta despreocupación… No permite, verbi gratia, que nada ni nadie le sabotee el privilegio inalienable de ir a ver un espectáculo de Beyoncé aunque luego no le quede ni pa’ echarle gasolina al carro durante un par de meses… No duda que los United States son el hogar natural del buen vivir. En consecuencia, cada vez que se lo permiten estos malos gobiernos, va a dar con sus huesos por esos predios. Tiene claro que una cosa es el tercer mundo y otra, muy diferente, el primero.

Cuando uno, finalmente, mira esa vacía gestualidad de marioneta arremetiendo inmisericorde contra una indefensa cacerola; cuando uno detalla esa cara cuya expresión uniformada y monocorde delata a alguien que jamás ha abierto un libro ni siquiera por curiosidad; cuando uno oye balar esos sofismas exigiendo reivindicaciones que se están otorgando desde hace rato, sin que quienes los plantean se quieran dar por enterados; cuando uno los siente regodearse en su muy superior sabiduría al restregarnos alguna magullada frase para contradecirnos, entonces siente uno una extraña vergüenza ajena que deviene, como paradoja, en dolor patrio. Sí, porque ese personaje con esa mochila vernácula y esa exótica caperuza, también nació en estos amados parajes. Es, a su propio pesar, un compatriota. La cómica que pone, de alguna manera nos salpica a todos. Su miopía ayuda a prolongar el daño que el capitalismo nos viene infiriendo desde hace siglos. Su casi perfecta ignorancia nos remite a tiempos que necesitamos urgentemente dejar atrás y olvidar.

Así pues, la burguesía no es más que una clase de gula en busca de cierto tipo de hartazgo. No nos dejemos confundir por su pinta.

P.D.: Por cierto: en las líneas anteriores sólo me refiero a los verdaderos burgueses, no a aquellos que suponen que lo son.


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Omar Fuentes

Abogado del diablo, periodista de largos y dolorosos períodos y escribidor a ratos, amén de opinador compulsivo. Aunque parezca mentira, actualmente es estudiante de la Universidad de los Andes en la Escuela de Medios Audiovisuales. Autor de los libracos: 'Relatos en blanco y negro' y 'Nubarrones a ras de la tierra' (cuentos) y 'El diablo se mudó al mediodía' (novela).

 omarfuentes60@hotmail.com

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