Esta mañana mientras me dirigía a mi trabajo a patica limpia, obligado como estoy por los nuevos salvadores de la patria a hacer ejercicio contra mi voluntad, me descubrí de improviso sintiendo algo verdaderamente insólito. Al ver pasar, también a pie, un grueso piquete de uniformados, me sobrecogió algo así como lo que un místico no dudaría en llamar un estado de éxtasis. Una cosa, digo yo, como la que experimentaría, en su momento, Saulo de Tarso cuando lo fulminó el rayo aquel… Soldados y policías transitaban por la larga avenida que últimamente me he visto obligado a caminar casi de cabo a rabo, trotando ellos a ritmo militar y lanza en ristre. Venían a desmontar eso que desde hacía dos meses y pico se estaba usando para jurungarle bien feo la vida a quienes ahora sobreviven en los aledaños de esa vía y a quien sea que tenga necesidad de desplazarse por ella. Venían a quitar de nuestros hombros la vergüenza ajena. Venían a limpiar la memoria de una palabra llena de dignidad histórica. Venían a quitar las barricadas… Pese a mi inesperada transmutación, oí algunas voces en mi entorno. “¡Ahora sí fue verdad que nos jodimos: militarizaron la ciudad!”, dijo una primera. “¡Carajo, ya era hora!”, respondió otra, contradiciendo… Las voces fueron sobreponiéndose unas a otras al punto de que el asunto devino en guirigay.
Ustedes saben: ahora, el que menos, es politólogo. La politología es una cosa respecto de la cual toda gente está autorizada a sentir menosprecio. La medicina, la abogacía, la arquitectura, las ingenierías; son ciencias o artes, o las dos cosas a la vez. En consecuencia, hay el mandato tácito de respetarlas. Pero a la politología, según los sabios de nuevo cuño en el asunto, no. Usted o yo no nos atreveríamos a sugerirle al médico cirujano por dónde es que va a pasar el bisturí para practicarle la incisión al paciente al que se le va a implantar un marcapaso. Pero sí se le puede decir impunemente al egresado universitario en politología o al avezado político de oficio, que él no sabe qué es lo que está diciendo cuando habla de política… Pues bien: mis oídos se llenaron de máximas, cuchufletas, reflexiones, lisuras, disquisiciones y dislates políticos. De entre todas esas expresiones destacó ésta, que me estremeció por la profundidad de su contenido: “¡Ese señor es un tirano: no se deja tumbar!”. La misma logró sacarme unos segundos de mi arrebato. No me era posible en ese momento –y ahora mismo tampoco- explicarme cómo se puede llevar a semejantes niveles al pobre, y a veces indefenso, intelecto. Pese a la contundencia de semejante impacto, me sobrepuse y regresé al delicioso encantamiento del que les venía hablando, el cual no estaba dispuesto a dejarme arrebatar. Y es que uno, que creció viendo a la policía y a los militares con mirada despavorida, no puede por menos que relamerse de gusto espiritual, dejándose arrastrar por la loca idea de Chávez de que un mundo mejor es posible.
La policía y los militares eran antes el lobo de ese cordero que llamamos pueblo. Hoy son, en gran medida, el buen pastor del que hablan los evangelios. Suena cursi, pero es así… Si los miles de verdaderos torturados, asesinados, desaparecidos y perseguidos de los viejos tiempos venezolanos hubiesen estado caminando a mi lado esta mañana, seguramente se hubiese producido eso que el mismo místico del que hablábamos al principio podría calificar de arrobamiento en masa. La única oportunidad de que ello pueda suceder con quienes todavía estamos parados sobre la faz de esta amada geografía nuestra, es que ese tirano, al que el ejercicio de la democracia verdadera llevó a punta de votos a la primera magistratura de la república, no se deje tumbar ni hoy ni después.