Hace algunos años un insigne ex grande liga criollo dijo que no jugaría más en Venezuela porque “este beisbol no tiene nada que aportarme”. Se armó el berrinche mediático. Las llamadas “redes sociales” eran ciencia ficción y twitter una saludable ausencia. Eso aminoró la felpa, pero no el escándalo. Por haberse formado en esta pelota, el de “ingrato” fue el rolling más suave que le batearon. Para peor, el beisbolista era una cosa que llaman “héroe Maltín Polar”, que es una forma de asociar el deporte y el licor (esa cerveza) con la mampara de una malta que ni Lorenzo Mendoza se arriesga a beber. La marca cervecera “persuadió” a su “héroe” a retractarse y pedir perdón. El incidente no impedirá que el gran Omar Vizquel ingrese al Salón de la Fama de Cooperstown.
El beisbol es una euforia nacional, con sus cíclicos sinsabores. Son recurrentes los que cada año nos da a beber la Serie del Caribe. Los equipos se baten para ganar el campeonato y representar al país en el evento regional. Ocurre que la novena ganadora nunca asiste a la contienda. Los peloteros extranjeros regresan a su país y los venezolanos grandes ligas deciden descansar o su equipo del norte les prohíbe jugar. Lo que termina saliendo al terreno caribeño es una caricatura o una versión devaluada del campeón original. A veces la pega y gana la serie para orgullo de la patria conmovida, pero por lo general, las derrotas ya tienen a mano la excusa que consuela: “Ese equipo no era el Caracas o el Magallanes o las Aguilas”.
En este 2013, el sinsabor viene del norte como una bola ensalivada. Desde allá, prohibieron participar en la pelota que ellos llaman “invernal” a los peloteros protegidos en el roster de los cuarenta. Ello significaba una Serie del Caribe sin grandes ligas o con muy pocos. No sería malo para el crecimiento de nuestro beisbol, pero para anunciantes, promotores y pitiyanquis del diamante se trataría de una gran caimanera latino-antillana. A la final, quien nos gobierna en la materia, la Major League Baseball (MLB), flexibilizó su posición y se ganó la gratitud eterna de los países del Caribe por dejar jugar en el Caribe a los peloteros caribeños.
De cuando en cuando el colonialismo nos recuerda que es duro de matar y que sigue por allí, bajo mil máscaras. Quienes se encargan de negar su existencia son los propios colonizados, recibidos cada cierto tiempo en Washington o subvencionados a través de sus ONG. Los colonizadores, por el contrario, gustan de reafirmar su presencia viva no sólo en la política o la economía, sino en el espectáculo, el deporte, las artes y las ciencias. Luego de permitir a los peloteros caribeños (mexicanos, dominicanos, puertorriqueños y venezolanos) jugar en sus países, Estados Unidos se arroga la facultad de decidir qué naciones pueden formar parte de la Serie del Caribe. Si esto no es colonialismo, bendito sea Dios.
Para muestra un strike (El Nacional, 16/10/13): “Si Cuba no viene, la Serie del Caribe podría morir en Margarita. Ni más ni menos. Esa fue la frase lapidaria que dijo ayer Oscar Prieto Párraga, presidente de la Liga Venezolana de Beisbol Profesional. El ejecutivo es optimista con respecto a que el Departamento de Estado de EEUU apruebe la inclusión de la nación antillana en la Confederación del Caribe”. Out.
Así andamos, sorprendidos (para su madre patria, cogidos) entre primera y segunda. En la inicial, la Major League Baseball y, en la intermedia, el Departamento de Estado. De ambos son los guantes, las pelotas y los bates. Un contrato los hace propietarios de los jugadores y mandan en el terreno de juego de tu país. Un poeta de pista y campo declamó alguna vez que el deporte es una metáfora. ¡Dios te oiga!, le recité. Si solo fuera eso, entonces la dependencia neocolonial apenas sería un mal poema.
P.S: Se preguntarán algunos radicales camaradas por qué después de tan largo rato, retorno a la escritura con una crónica sobre beisbol. Bueno, compatriotas, precisamente, para calentar el brazo.