¿Lo mediático supone, de suyo, a la opinión pública como régimen? Habría que romper con este mito y permitir la entrada de lo social en su inacabada refundación, para llegar a acuerdos sobre asuntos comunes. Quizás se trate de revitalizar la opinión pública republicana políticamente activa como «principio activo y organización del estado liberal de derecho» y, sobre todo, como espacio de poder constituyente de una nueva socialidad.
Entre otras razones, porque la idea de soberanía popular, propia de esta tradición, asimila garantías constitucionales y da marco legal a la legitimidad, mientras que la suspensión de este presupuesto o su desplazamiento hacia otros espacios, supone una óptica patéticamente morbosa en el plano ético, tal cual ha ocurrido con las prácticas mediáticas más recientes. Y, porque con la sociedad civil reducida al espectáculo mediático y a la conciencia oportunista del sentido de actualidad, se pierde la forma-Estado y prende el autoritarismo mediático de la imagen pública como autoconciencia: es el momento del fascismo.
Pues el fascismo es un devenir que surge e interviene en lo social, desde una mirada fetichizante, como una pasión latente en la política liberal, vista ésta como la puesta en práctica de una idea formal de la libertad que suspende la igualdad por la justicia en el proceso de abolición de las clases sociales, y que es representada en las élites.
La sátira conjetural de Orwell, después de más de 50 años, sigue mostrando ribetes alarmantes indudablemente parecidos a los perfiles políticos de nuestro mundo. En este caso, la mediática sustituye al Estado, convirtiéndose en el vocero auténtico de la sociedad idéntica a sí misma, en la fuente inobjetable. Es la paradoja lúgubre de un Estado mediático superpoderoso y corrupto hasta en el lenguaje, en el que incluso la mentira resulta imposible. No por irrelevante sino por totalizante. Y a esa figura llamada ciudadano, no le queda más participación que la ironía y el sentido del humor, ante la asfixiante cumbre del asco exhibido como actualidad.
Cuando el diálogo en el discurso político cede el paso al control de los medios, desaparece el ciudadano y no hay verdaderas prácticas de opinión. El consenso cede sin resistencias su lugar simbólico de expresión a la vox populi, a la voz del ciudadano mediático tipo cññ legitimado por las prácticas mediáticas que promueven al intelectual de estudio de televisión, intelectuales inorgánicos, cuerpos sin órganos, tipo Cala o Bayly (juzgue usted la diferencia).
Es bueno anotar ahora que los medios masivos y sus apartaos ideológicos vivos sólo controlan la opinión que producen, que, a veces, sus contenidos son absorbidos sin consecuencias por el tejido social espeso de las masas, o devueltos en forma invertida, y que la información nada controla, a no ser el precario equilibrio del criterio de realidad.
Pero lo cierto es que aquí y en otras partes del mundo, presenciamos una creciente desafiliación del pueblo de los rituales legitimadores del orden mediático. Esto significa extrañamiento y desconfianza a favor de expresiones arbitrarias y confusas. El desencantamiento weberiano ha tocado la legitimidad del medio y toda relación política con él queda reducida al éxtasis estático.
Por lo demás, el proceso cultural va produciendo profundas diferenciaciones, cada vez más acusadas, entre las distintas esferas de legitimación discursiva y el proceso de descentramiento y desencanto. Normas extrañas y nuevas expresividades toman cuerpo e invaden los discursos tradicionales. Nuevos grupos de referencia efímeros y puntuales, formas distintas de control y cantidad de situaciones coyunturales más dinámicas, se apoderan de los centros tradicionales y replantean las cosas de la mediática.