Hay jolgorio en la pradera del Cielo

Huele a sancocho. Todo es jolgorio en la Pradera más cerca del Cielo que del Infierno. Los salseros pulen los tambores. Ismael Rivera los mira con la emoción de un concierto inolvidable. Jaime Bateman mueve una larga paleta en la gigante olla donde se cocinan las carnes de un cruzado y las verduras que dan sabor al caldo. Los poetas todos, los literatos todos, los cuentistas todos, los narradores y cronistas todos, los periodistas que informan sobre los artistas todos, andan de un lado a otro para que ningún detalle pase desapercibido al momento en que arriben a la Pradera del Cielo Gabriel García Márquez, Cheo Feliciano y Mayra Martí.

Los esteros de la Pradera comunican las distancias. No hay absolutamente nadie desinformado de las muertes de Gabriel García Márquez, Che Feliciano y Mayra Martí. Bajo una larga sombra en un lugar de la Pradera, desde donde los niños observan los coloquios y conciertos vivos de poetas y cantores muertos, se encuentran reunidos  las distintas generaciones venidas de José Arcadio Buendía y Ursula  Iguarán. José Arcadio, Pilar Ternera, Aureliano Buendía, Amaranta, Rebeca la hija adoptiva y 17 muchachas hermosas, Arcadio, Santa Sofía de la Piedad,  Aureliano José, 17 hijos, Remedios la bella, José Arcadio II, Aureliano II, Fernanda del Carpio, José Arcadio, Meme Remedios, Mauricio Babilonia, Amaranta Ursula, Gastón, Aureliano y el  último Aureliano. Un poco más allá estaban Melquiades y Pietro Crespi.

Muchos salseros sonríen y, especialmente, de esos que no escaparon a la lista de la eliminación de los feos.  Los grandes de la literatura se han vestido todos de blanco, las actrices exhiben un hermoso azul y los salseros combinan los colores como haciéndola pleitesía al arco iris.

Millones de mariposas amarillas vuelan el espacio de la Pradera. Ya huele demasiado a sancocho.  En la Pradera no hay Crónica de muerte anunciada. En la Pradera nadie hace leña de árbol caído, no hay árbol del martirio ni leñadores que lo depreden. Acá todos defienden los cereales de nuestro canto. Todo es de nevada transparencia y los viejos lamentos se dejan a mitad de camino en la transición de la Tierra a la Pradera, para que de las espigas nazcan rayos simplemente de luz y no de destrucción. Aquí todas las rosas caben en una mano porque todas las manos caben en una rosa, y los ojos del delfín parecen tan extensos como el mar. Acá ningún tigre acecha entre las hojas y el zorro presta su olfato al conejo para que no muera de zanahoria. Aquí hay colinas de huellas delgadas con color de avena, y en las montañas nadie teje telarañas porque acá no se reparte el hambre, no existe organización de la miseria. Aquí palpitan los ríos para que se bese la colina con la Pradera y no haya nube negra descargando su furia donde no existe la sequía. Acá se vuelven suaves las piedras gastadas de tanto tiempo vivir bajo las aguas. Aquí el amor llama a través de la vida por el beso de la tierra que nos aguarda. Acá no existe guerra que se lleve la vida, no hay necesidad ni de patria ni de partido: ¿para qué limpiar un fusil si nadie camina sobre espinas ni hay zapatos que se les rompan las suelas?

            En el centro de la Pradera colgado de los dos árboles más alto que conozca la flora  se distingue una especie de pergamino donde se lee: los habitantes todos de la Pradera invocamos a los obreros de la Tierra y del mar y del aire, a la ola muscular, a las inmensas aguas, a los pequeños dioses y también a los grandes, a los estudiantes y los campesinos, a los aborígenes y los intelectuales, a los poetas y cantores vivos, a las prostitutas y los homosexuales, a los seres que aman más la vida que la muerte, a los jóvenes que no se dejan turbar la conciencia por las fronteras que separan pueblos, a las  razas todas que se miran con el corazón y no por el color de la piel, a los mendigos y los borrachos que no padecen el delirium de su frustración, a los ‘locos’ que no renuncian a la palabra que pronuncian, a los sin techos, a los sin camisas, a los descalzados, a los que han escrito poemas y nunca se los han publicado, a los que creen que también la guitarra  tiene voz, a todos y todas a que entonen un himno parecido a la marsellesa pero escrito de comunismo y cambie el planeta y cambien los hombres y mujeres y cambie la vida.

Comienzan a repicar las campanas colgadas en cada entrada de bosque. Se abre la gigantesca puerta de los cristales azules. Hay brillo en toda la Pradera. Anuncian la entrada de las distinguidas figuras de las artes a la Pradera. Vestido todo de blanco entra el Nobel de Literatura don Gabriel García Márquez. Comienzan los aplausos, los vivas y los gritos de ''Gabo... Gabo... Gabo... Gabo... Gabo...'' . El Gabo levanta sus brazos y saluda a la multitud reconociendo en su sonrisa la satisfacción de su llegada a la Pradera.

Entró don Cheo Feliciano, el salsero y también vestido todo de blanco, y la multitud comenzó a aplaudirlo, darle vivas y gritarle: ''Cheo... Cheo... Cheo... Cheo... Cheo...''. Cheo levanta sus brazos y saluda a la multitud reconociendo con su sonrisa la satisfacción de su llegada a la Pradera.

Y por último hizo su entrada, vestida de azul, Mayra Alejandra. La multitud comenzó a aplaudirla, darle vivas y gritos de ''Mayra... Mayra... Mayra... Mayra... Mayra...''. Mayra levantó sus brazos y saludó a la multitud recociendo con su sonrisa la satisfacción de haber entrada a la Pradera.

Todos comieron sancocho. El jolgorio nadie sabe cuánto duró porque aún desde lejos se escuchan el trinar de los pájaros y los repiques de campanas. La gigantesca puerta de los cristales azules, tan pronto hicieron entrada los ilustres huéspedes eternos, se cerró y una intensa luz, más de verde que de fuego, alumbró todos los espacios de la Pradera y no había ni una sola alma triste.

Los sobrevivientes en la Tierra se quedan con el legado literario del gran Gabo; otros de canciones de la salsa de don Cheo; y los amantes de telenovelas recordarán a doña Mayra haciendo papeles de personajes que viven en el corazón de la venezolanidad.

Ya no hay más nunca ''Cien años de soledad''



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Freddy Yépez


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