Si pudiera, en este momento me estaría diciendo algo así como: déjate de esa vaina de estar escribiendo obituarios o articulitos pendejos sólo porque uno se haya muerto.
Y es que Enrique Arenas estuvo toda su vida vacunado contra la vanidad, con una vacuna que no perdió nunca potencia. Ni cuando lo aplaudieron decenas de graduaciones reconociéndolo como el maestro que no informa sobre un tema sino que ilumina la vida y la comprensión del mundo de sus alumnos. Ni cuando lo buscaron centenares de veces para que aclarara dudas, informara sobre bibliografías, propusiese ideas, adelantara iniciativas. Ni cuando aparecieron sus libros paridos largamente, revisados, retenidos y releídos con un perfeccionismo de cuya importancia tuvo siempre perfecta conciencia. Su vanidad no se agitó ni siquiera cuando al fin lo convencieron de que aceptara el doctorado honoris causa que le otorgaría LUZ. Él que no cesó un minuto de reconocer y difundir cualquier mérito ajeno.
Enrique Arenas era poco menos que puro espíritu. Y aunque lo anterior pueda sonar exagerado o meramente retórico, no hay nadie que lo haya conocido que no pueda dar testimonio de su invariable desafecto por todo lo material. Un desafecto que tocaba incluso a su persona, adornada con el desaliño propio de quien anda en lo trascendente, en el aprendizaje, en el cultivo del conocimiento y, sobre todo, en la enseñanza.
Tan maestro fue Enrique que no lo detuvo en el empeño ni siquiera la enfermedad.
Probablemente, la última vez que lo vi fue en la Biblioteca Pública María Calcaño, participando en un foro. Gravemente tocado por la enfermedad, su aspecto había cambiado drásticamente, la debilidad le permitía apenas moverse y hablaba con la parsimonia de quien debe esforzarse con cada palabra a pronunciar. Recuerdo de ese momento, con meridiana claridad, su insistencia en que le organizasen talleres en las comunidades, cursos, conversaciones, en fin, cualquier cosa que significase enseñar, ayudar a crecer, desvelar el mundo para quien quisiese escucharlo.
Ahora Enrique ha optado por el silencio y la conmoción no para. No es para menos. No pocos le debemos incluso el curso que finalmente tomaron nuestras vidas, porque Enrique era como una scout de la literatura, de las artes y de la inteligencia, que andaba por la vida reclutando militantes para, en términos de Platón, lo bello y lo bueno.
Ahora ha optado por el silencio, un silencio cuya elocuencia no dejará de oírse por mucho, mucho tiempo.