Mientras celebramos la Navidad, festejando con familiares y amigos, conviene recordar su origen.
La Navidad no es ni una fiesta ni un mercado, en especial para los 1.400 millones de seres humanos que hoy, al igual que todos los días, sufrirán los zarpazos del hambre, la desesperación y el abandono. La Navidad es en realidad la conmemoración de un día sagrado para cientos de millones de personas.
Una humilde pareja de jóvenes palestinos fue obligada a abandonar su hogar en el poblado galileo de Nazaret y caminar durante días largas distancias para ser censados en Belén por los ocupantes invasores del imperio Romano. La mujer se encontraba en los últimos días de su embarazo, pero aun así debían obedecer las órdenes imperiales. No tenían donde hospedarse. Cuando imploraban posada eran rechazados por la pobreza que destilaban. Ante la inminencia del parto, desaparecieron a hurtadillas en la oscuridad de un destrozado refugio para animales en el poblado de Belén (Bethlehem), el mismo poblado donde había nacido y había sido coronado el Rey David. Allí, en un suelo cubierto de paja, en una fría y oscura noche de invierno, con la sola compañía de animales, nació un bebé, llamado Jesús.
Tal y como lo es hoy, la ocupación imperial era brutal y despiadada, especialmente contras los más pobres. La ocupación de Palestina por parte del imperio Romano había profundizado las desigualdades sociales, suprimiendo derechos, despojando propiedades y conduciendo a las grandes mayorías al borde de la desesperación.
Ante aquella desolación, en un destello de fe, algunos profetas habían predicho que vendría un mensajero ungido por Dios, un Mesías, a liberar a los oprimidos. El profeta Isaías había predicho que nacería un niño que traería buenas nuevas a los pobres, ayudaría a los oprimidos y liberaría a los cautivos. Todos esperaban que aquel niño se convertiría en un gran guerrero, capaz de expulsar a los invasores Romanos y liberar al pueblo oprimido con el poder de su espada.
Tres sabios del oriente vieron una gran estrella en el cielo y supieron que el Mesías había llegado. La siguieron para rendirle honores al mensajero de Dios. A su paso por Jerusalén fueron convocados por Herodes, rey de Judea. Cuando este supo la razón de la presencia de aquellos peregrinos, hipócritamente les pidió que le informaran cuando consiguieran al Mesías, de tal manera que él también pudiera rendirle tributo.
Los tres sabios escaparon y consiguieron llegar al humilde pesebre. Con fervor se arrodillaron ante el recién nacido, ante la mirada incrédula de sus padres. Advertidos en un sueño, decidieron evadir el regreso por Jerusalén, para evitar el encuentro con Herodes. Este, al percatarse, en un ataque de furia ordenó la ejecución de todos los menores de 2 años para acabar con el posible rival. Los padres de aquel bebé pudieron milagrosamente escapar, en la oscuridad de la noche, hacia Egipto.
Pero aquel Mesías nunca levantó una espada, ni utilizó un escudo, ni dirigió ejércitos. No amasó fortunas ni alcanzó cargos públicos. Era más un ermitaño, un vagabundo, un caminante en sandalias derruidas, un pobre entre los pobres sin propiedad mayor que la ropa que llevaba encima.
Sin embargo, transformó al mundo. Su poder se encontraba en su mensaje de amor, verdad, caridad y solidaridad con el oprimido. Ante las muchedumbres que se congregaban para escuchar sus palabras, su voz retumbaba insistiendo que todos eran hijos de Dios, árabes, judíos o romanos, pescadores o sacerdotes, amos y siervos, con los mismos derechos, sin distinción de castas, hijos por igual del único y verdadero Dios. El Emperador Romano era sólo uno más entre ellos. Y aunque aquello ocurrió hace dos mil años, el impacto de su mensaje fue de tal magnitud que aún hoy conmemoramos su nacimiento.
La fecha del nacimiento de Jesús, el de Nazaret, es motivo de discusión debido a que no es señalada en la Biblia. Los Romanos festejaban el 25 de Diciembre el nacimiento de Apolo, o el nacimiento del Sol Invicto (Natalis Solis Invicti) por su coincidencia con el solsticio de invierno. En esa misma oportunidad, los griegos celebraban el nacimiento de Helios, el Dios Sol, los persas el nacimiento del dios Mitra, y los Incas el nacimiento de Inti, el Dios Sol, en una celebración llamada Capac Raymi.
En la tradición cristiana la Navidad es tiempo de recordar aquel mensaje de solidaridad con los olvidados, los oprimidos, los desesperados. Pues en esta Navidad al menos 300 millones de niños pasarán hambre y frío. Sólo hoy, como todos los días, morirán 20.000 de ellos, casi todos víctimas del hambre y la pobreza.
Tomemos pues un momento para meditar por un instante sobre el origen de esta fecha, sobre el mensaje que nos trajera aquel profeta, aquel Mesías, cuyo nacimiento conmemoramos en Navidad.
El verdadero regalo de Navidad no fue el que le ofreció cada uno de aquellos tres sabios peregrinos a aquel bebé nacido en una choza para animales en Bethlehem. El verdadero regalo es el mensaje que nos trajera aquel niño que naciera envuelto en harapos hace más de 2.000 años.
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