Hace rato que la preocupación por la crisis venezolana -sincera o no, desinteresada o no- traspasó las fronteras y es motivo de atención de estadistas, políticos, analistas, militares, servicios secretos, banca y el vaticano, además de un largo etcétera internacional.
En varias oportunidades el Papa Francisco ha mostrado su preocupación y disposición a trabajar por el diálogo y la paz en el país. Y de tal preocupación dan fe el Nuncio Apostólico, el Secretario del Vaticano y el Canciller Papal, interesados en dialogar con las partes y en proponer mesa de negociación para la crisis.
En Venezuela, tanto en los grupos que detentan el poder como en aquellos que lo desafían, sobre los llamados a la paz y convivencia se ha ido imponiendo un discurso dirigido a promover y legitimar acciones políticas caracterizadas por el uso de la violencia en sus diversas expresiones. Cada grupo político se presenta como defensor y propulsor del diálogo y de la vía pacífica frente al otro "ilegítimo", culpable de los conflictos. Contradictoriamente, se imponen una serie de creencias deslegitimadoras del otro, dirigidas a incluirlo en categorías sociales negativas con las consecuentes emociones y conductas negativas hacia el grupo deslegitimado.
En este proceso se emplean diversas categorías. La deshumanización, supone atribuirle al adversario características diferentes a los humanos. La proscripción, incluye al grupo adversario en una condición de violador de las normas sociales (asesino, corrupto, golpista, paramilitar). La caracterización de rasgos, atribuye al "otro" características de personalidad negativamente evaluadas. La rotulación política, ubica al adversario dentro de categorías políticas inaceptables para el grupo deslegitimador (fascistas, imperialistas).
Los medios juegan un papel central en la difusión de los discursos legitimadores de la violencia política en todas sus expresiones. A través del discurso legitiman la confrontación y la violencia, promueven las estrategias de categorización de grupos y favorecen la deslegitimación de la imagen del adversario. Además, al tomar partido, legitiman acciones de fuerza y violencia de los actores de un grupo y deslegitiman las acciones y miembros del otro.
La construcción de una cultura de paz debe derrotar la estrategia discursiva de legitimación-deslegitimación imperante.