El Metro es una referencia obligatoria de la sociedad caraqueña. Es el lugar donde obreros, oficinistas, profesionales, estudiantes, trabajadores y personas de las clases sociales más populares nos encontramos y nos mezclamos día a día. Puedes montarte en Propatria, bajarte en Petare y ver cómo cambia la composición social de las personas que suben y bajan de los vagones a lo largo de 20 estaciones: en unas la gente tiene más rasgos europeos y usa ropa de marca; en otras son más morenos, delgados y con el pelo chicharrón; en una son más jóvenes y con pinta de ser estudiantes universitarios; en otras suben y bajan oficinistas, obreros y trabajadores públicos; a unas horas se suben los liceístas; a otra hora se suben los empleados de los ministerios; luego vienen las amas de casa, la gente que trabaja por su cuenta y una larga lista de etcéteras. Puedes escuchar sus conversaciones, temores y preocupaciones. Todo esto te permite ver muchas cosas que no ven quienes están más habituados a una rutina usando automóviles.
Se ven cosas bonitas y feas. Todavía se ven grandes muestras de solidaridad cuando una señora embarazada, un viejito o una mamá con bebé en brazos se sube al vagón. También se ven los empujones a la hora de entrar a un vagón con puestos vacíos. A veces te topas con músicos fascinantes tocando en un vagón grandes piezas de la cultura venezolana con su cuatro, maracas o violín, aunque lamentablemente lo normal es encontrarse, hasta 5 ó 6 veces por viaje, con vendedores de chupetas Bom bon bum y chiclets bolibomba. O personas que utilizan sus discapacidades o a sus pequeñines para inspirar lástima y lograr cuantiosas limosnas.
Pero si viajas de vez en cuando en el primer vagón ―el que usan las personas de la tercera edad― puedes ser testigo de debates políticos apasionantes entre viejitos de posiciones políticas opuestas, que rivalizarían con cualquier programa de VTV o Globovisión. A veces puedes ver a compañeros de la tercera edad defendiendo apasionadamente al chavismo, a menudo confrontando posiciones meramente quejumbrosas. Alguna vez escribimos sobre eso.
Al menos, así solía ser hasta hace unos años. Pero debo decir que esa tendencia se fuera revirtiendo desde 2014.
Cuando mis compañeros del trabajo discutían sobre qué hacer luego de la victoria que íbamos a tener en las elecciones legislativas del 6 de diciembre de 2015, yo un par de veces me convertí en la voz discrepante. "¿Y qué hacemos si perdemos?", les preguntaba. Algunos me miraban con muy mala cara, convencidos de la inminente victoria que nunca llegó. "Ay mijo, el único aquí que cree que podemos perder eres tú", me dijeron una vez.
Y es que, a medida que nos acercábamos a las elecciones de 2015, las diferentes circunstancias que ocurrían en el país afectaban mucho a ese público que veía frecuentemente en los vagones del Metro, y los viejitos defensores del proceso revolucionario ya no aparecían con tanta frecuencia. Las quejas y molestias ya se hacían muy frecuentes entre personas que tenían todo el aspecto de provenir de un sector popular, y lo peor: en muchos casos tenían toda la razón. Yo mismo trataba de hacer el ejercicio mental de pensar qué responderles, sin éxito alguno en muchos casos.
Ya pasó un año de eso. En estos días de 2016, cuando la inflación galopante y la desaparición de productos nos ha causado tantas molestias, frustraciones, incomodidades y cambios a los venezolanos, y cuando la recolección de billetes de 100 este mes de diciembre ha causado aún más arrecheras y pérdidas de tiempo y dinero, me han pasado un par de cosas en estos sempiternos viajes por el Metro caraqueño. Son cosas de las que fui testigo esta semana, que quería compartir por acá.
El anciano buscando comida en el Metro
Veo un señor como de 70 años en el andén de Capitolio, hurgando en los potes de basura. Era delgado, con piel morena y barba blanca, vestido con una chaqueta azul y una gorra. Saca de la basura un potecito de almuerzo, de esos que son de anime. Allí consigue algunas sobras de comida y se los lleva a la boca. Él no estaba sucio ni era un borrachito... era alguien afectado por la crisis. Yo lo veo como de 30 metros de distancia, muerto de pena.
No, no es la primera vez que veo a alguien recogiendo comida de la basura. Tengo muchos años viéndolo. Muchísimo antes de que empezara esta crisis. Pero este señor era diferente.
Les explico mejor. En la esquina de Madrices, donde se encuentra la pastelería Arte París (a una cuadra de la plaza Bolívar de Caracas), desde hace muchos años vemos a decenas de personas apareciendo a las 6 de la tarde, rompiendo las numerosas bolsas de basura que los locales comerciales apilan allí, para sacar todo tipo de residuos. A veces recogen restos de alimentos, pero también buscan casi cualquier otra cosa que puedan arreglar o vender. La mayoría son jóvenes, a veces hasta adolescentes.
Por el este de Caracas también he comenzado a verlos. A veces son grupos de muchachos como de entre 12 y 18 años, que llegan y rompen las bolsas de basura hurgando entre ellas. Muchos recolectan determinados tipos de vegetales en la basura de los supermercados. O guardan la borra y residuos de café que hay en los desperdicios de las panaderías.
La verdad es que, en un país con educación gratuita y obligatoria hasta la universidad, con instituciones como el Inces y muchas otras que dan formación gratuita en distintos oficios, yo creo que es sólo cuestión de tiempo y articulación a través de alguna misión (como Negra Hipólita) para que estas personas dejen de hurgar la basura y adquieran un oficio digno. Hay que resaltar que, en nuestro país, los cuerpos policiales permiten estas conductas, a diferencia de lo que vemos en España y otros países, donde se arresta y reprime a quienes hurgan la basura.
Sin embargo, esta era la primera vez que veía a alguien hurgando entre los pipotes de basura de un andén del Metro.
A los dos minutos, el anciano se me acerca y me pregunta si le puedo regalar algo. Yo normalmente no regalo dinero en el Metro, porque de verdad se han formado unas mafias de pedigüeños y charleros profesionales que uno no puede estar estimulando. Pero este señor claramente no era parte de ninguna mafia. Saco 100 bolos en billeticos de 20, de esos que uno no quería soltar dado lo difícil que es conseguir efectivo. Se los doy, pero de verdad no pude disimular la tristeza por su situación.
Y él todavía me pregunta: "¿te pasa algo? ¿Te sientes mal?". Ese pobre señor, a pesar de sus circunstancias que lo forzaron a sacar comida de la basura y pedirle dinero a desconocidos, todavía se preocupa por uno y le pregunta si soy yo el que me siento mal.
Le digo que no, que estoy bien, tratando de disimular un poco. Esperaba una charla política, quejas contra Maduro, pero lo que me dijo fue: "Mijo, disfruta la juventud, mira que cuando se llega a la edad de uno, ya todo se le pone en contra".
Luego, se acercó a otros dos muchachos, quienes le dieron algo más de dinero. Y luego, otro señor al parecer lo reconoció, le estrechó la mano y se quedaron hablando un rato hasta que llegó el tren. Le devolvió la sonrisa en el rostro. La solidaridad del venezolano, siempre presente, devolviéndole la alegría a un señor que no debería estar pasando por esas circunstancias. ¿Dónde estarán los hijos o hijas de ese señor? ¿Ya tendrá su pensión del Seguro Social? ¿La habrá podido cobrar, dada la crisis de efectivo y los duros problemas que han tenido los pensionados en estos días? ¿Y sus vecinos? ¿Y el resto de su familia? ¿Será que podremos, como chavistas, como comunidades, como Estado, como gobierno, como CLAP, organizar operativos para ayudar a estos camaradas que la están pasando mal en estos momentos?
Los borrachitos y la vergüenza de ser chavista
Al día siguiente, sigo en mis viajes en Metro. Eran las 6 de la tarde y el vagón estaba bastante lleno. En él había dos borrachitos. Los dos abrazados, de pie, sosteniéndose uno con el otro, apoyados de una puerta del vagón. Pero uno de ellos haciéndole duros reclamos a su compañero, reclamos que no le haría si no tuviera tremenda pea encima. "¡Tú eres un pajúo! ¿Por qué tienes que pasarte contándole a Fulano todo lo que pasa?", le increpaba duramente. El otro se quedaba callado avergonzado. No entendí muy bien el asunto privado que rodeaba la discusión; tal parece que eran compañeros de trabajo, y el borrachito regañado era muy poco solidario con sus compañeros. O tal vez el otro compañero tenía un mal entendimiento de lo que implica la solidaridad y la responsabilidad.
Pero lo más duro vino después. El reclamante le dijo a su amigo, con el tartamudeo propio de un borracho: "¿Quien te crees tú? ¿Tú quieres que yo le diga a todos... tú... tú... tú quieres que le cuente aquí a todo el mundo que tú eres... ¡chavista!?", le dijo en voz alta, en tono de reclamo. El otro borrachito intensificó su cara de vergüenza.
La dura pregunta causó las risas de casi todo el mundo, en ese vagón lleno de gente. Y caray, yo no estaba en el lobby de un hotel 5 estrellas en Los Palos Grandes, ni caminando en un centro comercial en El Hatillo. No. Estaba en un vagón de la línea 1 del Metro de Caracas, a la altura de La Hoyada o Parque Carabobo, rodeado de asalariados, oficinistas, empleados y obreros: proletarios en todo el sentido de la palabra.
Dos señoras sentadas frente a mí continuaron su discusión particular. Una de ellas muy morena. "Pena debería darle", le decía a la otra, que la miraba muerta de la risa. "Es que los chavistas no vuelve a ganar pero más nunca", escuché otra voz de personas que hablaban a lo lejos.
En esos espacios, el ser chavista ya no es motivo de orgullo, como era antes. Pero ser chavista sí debe ser motivo de orgullo. Los chavistas luchamos genuinamente por una sociedad distinta, por la igualdad, la justicia social y el crear un mundo mejor.
¿Qué debemos hacer para recuperar nuestro orgullo como chavistas? Creo que lo primero es resolver los numerosos problemas que tiene la gente.
Ministros... ¿viajarían en Metro?
Entiendo que muchos funcionarios, directores y ministros del gobierno bolivariano no pueden tener tanto contacto directo con la gente por las consecuencias directas de tener un cargo. O, muchas veces, la relación se limita únicamente a acercarse a estructuras del PSUV o los CLAP, es decir, el chavismo más radical.
Pero caray, ¿saben qué haría yo si fuera Maduro? Obligo a mis ministros y funcionarios a ponerse una máscara, una peluca o cualquier cosa para que no los reconozcan, y que todos los días viajen en el Metro, en el primer vagón. Calladitos, escuchando a la gente. Y que, sin que los reconozcan, se pongan a preguntarle a la gente qué opinan sobre el ministerio o el cargo que ellos tienen.
Vean algunas cosas que me han molestado en estos días.
El Presidente Maduro se mostraba sorprendido hace poco, al enterarse de que los pensionados del seguro social se les asignan cuentas en las instituciones bancarias severamente restringidas para poder cobrar su pensión. "Fíjate lo que uno descubre", exclamó el Jefe de Estado el viernes pasado, aún cuando esa es una de las quejas más frecuentes de los viejitos: ellos tienen que hacer largas colas todos los meses para cobrar la pensión en efectivo, a pesar de que se las depositan en una cuenta bancaria. Pero esta cuenta es "especial": no pueden recibir depósitos, realizar transferencias ni hacer pagos en comercios (Nota: En algunos bancos las cuentas de pensionados sí permiten hacer pagos con su tarjeta de débito). Y a menudo son maltratados por el personal de bancos privados y públicos.
Los viejitos también se apresuran a sacar el dinero de sus cuentas porque hay un mito de que, si no sacan su dinero de inmediato, a los pocos días "se lo quitan" pues el banco o el IVSS asume que ya se murieron. Son rumores que se transmiten entre ellos mismos desde hace años (mi mamá era pensionada), y a falta de una vocería oficial que lo desmienta, todos lo creen.
No me malentiendan: Venezuela es uno de los pocos países del mundo donde las personas que han trabajado toda su vida reciben una pensión equivalente al sueldo mínimo, cuando muchas naciones del Primer Mundo más bien están recortando esas pensiones, o poniendo más trabas y dificultades para obtenerlas.
Pero el ver todos los meses esas largas colas de viejitos frente a los bancos, ¡cuando la solución era tan sencilla! ¿Por qué se requiere que el Presidente de la República se entere personalmente de esa arbitrariedad, cuando él tiene un importante equipo que bien pudo haber sugerido o tomado la medida desde hace meses o años? Esto sólo estimula a que la gente vea como soluciones a sus problemas el querer toparse con el Presidente, porque total ―asumen algunos― los ministros y demás funcionarios supuestamente "no sirven para nada".
Otra prueba nos la dio el Presidente Maduro el sábado, cuando admitió en su discurso en la avenida Bolívar, que conversó ese día con numerosos miembros de los CLAP personalmente, y fue allí que se enteró de situaciones que se denunciaban una y otra vez en redes sociales y medios de comunicación: que los cajeros automáticos de bancos públicos y privados estaban entregando billetes de 100 los días jueves y viernes, cuando se supone que ya no tenían validez. O que diferentes bancos cerraban, o argumentaban no tener efectivo.
Otro ejemplo: me han llegado decenas de quejas de personas cercanas, que tienen cuentas de nómina en el Banco del Tesoro: me explican que, desde hace meses, consumir con sus tarjetas de débito es una situación de "alto riesgo", porque si el punto de ventas te rechaza la transacción, igual te registra el consumo. Supuestamente deberían retornarte el dinero a las 24 o 48 horas, pero eso no ocurre. Este problema tiene meses, veo muchas denuncias en las redes sociales de gente de todo el país, incluyendo gente que le hace mención específicamente a la cuenta del Banco del Tesoro o a su presidenta. Muchos ya se resignaron a abrir una cuenta en otra institución y transferir el dinero apenas lo reciban, para pagar usando la otra institución. ¿Por qué este problema tiene tanto tiempo y no se resuelven, si perjudica a cientos de miles de personas? ¿De verdad se necesita que Maduro se entere y dé la orden de resolverlos?
De allí surge la pregunta: ¿Por qué teniendo Venezuela millones de trabajadores públicos, éstos no trabajan en conseguir soluciones a problemas triviales que tiene la gente común y corriente?
"Lealtad absoluta"
Conversando con algunos compañeros que son directores de instituciones o tienen responsabilidades en cargos medios, ellos me transmiten la impresión de que, para ellos, este es un cargo eminentemente vertical, del cual se exige "lealtad absoluta". Tal pareciera que su función es asistir al directorio, esperar instrucciones y cumplirlas al pie de la letra. Eso es lo que entienden ellos por "lealtad absoluta": el cumplimiento sin cuestionamiento alguno de todas las órdenes que se le den. No es que sean flojos, vagos o que no trabajen. Todo lo contrario, uno ve directores trabajando hasta 18 horas al día, incluyendo fines de semanas y días feriados. Es un trabajo duro, y molesta mucho que desde afuera los tachemos de burócratas e inservibles de forma ligera.
Pero es que su día a día se llena de cientos de labores oficinescas, de reuniones, de resolver cientos de pequeños problemas a menudo relacionados con la propia institución, asignados por su superior inmediato. En Caracas se pierde mucho tiempo organizando marchas, remarchas y recontramarchas, en particular cada vez que la oposición asegura que "ahora sí" va a marchar hasta Miraflores. O hay que montar unos tolditos en tal actividad "para demostrar que estamos allí", o hay que colocar a todo tu personal a tuitear la etiqueta del día, o hay que pintar las paredes de la nueva base de misiones (las bases de misiones son muy importantes; lo que critico es el que instituciones que nada tienen que ver con ellas tengan que asumir trabajos que no son los propios).
En otras palabras, se pierde mucho tiempo en actividades que no son importantes para cumplir los objetivos de la institución, cuya labor principal debe ser la de atender a la gente y mejorar su calidad de vida.
Evidentemente, una persona que tiene que llegar a su trabajo a las 6 de la mañana y regresar a su casa a las 11 de la noche usará vehículos particulares o de la institución para movilizarse, e irá perdiendo el contacto con la gente. En otros casos, de nada sirve tener contacto con la gente porque, al ser un cargo meramente vertical, que sólo recibe órdenes para cumplirlas, no se espera que el funcionario tenga iniciativa, manifieste los problemas que tiene la población y proponga cómo solucionarlos.
Peor aún: al funcionario que se atreva a hacer esto, a veces se le verá como "quejumbroso" y poco útil.
Sólo cuando el problema llega al Presidente, o al ministro o a alguien de alto cargo, y éste exige soluciones, es que baja una orden por la cadena de mando que, con suerte, lo resolverá. Es por eso que tanta gente siempre lucha por entregarle un papelito al Presidente, y no al director, al gobernador, alcalde o ministro con la competencia debida.
Pienso que todos estos cargos tienen que reformularse, con el fin de tener un contacto mucho más estrecho con la gente y ayudar a resolver sus problemas, en particular los que afecten a grandes colectivos. Además, es necesario salir del centrismo enfocado en la capital de la nación, y buscar estructuras y metodologías, apoyadas en las tecnologías, que permitan atender a los habitantes de los estados y municipios.
Igualmente, pienso que el contacto con la gente no puede limitarse a las estructuras del partido y los CLAP. Hay que reconquistar a ese 51 por ciento de los venezolanos que, según la encuestadora Hiterlaces, afirman que no son ni chavistas ni opositores y prefieren no relacionarse con nosotros. No podemos enfocarnos únicamente en el "chavismo radical" ni en un solo sector de la población.
Pero de eso prefiero dejarlo para otro artículo.