Nada es tan peligroso con respecto al pueblo, como la debilidad del Ejecutivo (IX)

Simón Bolívar, el 15 de febrero de 1819, en Ciudad Angostura, pronuncia el más elevado y profundo discurso político que algún militar antes pronunciara. Fue una pieza con una oratoria llena de esperanzas para la patria naciente, aquella que poco después un hombre comandando a 150 lanceros en guerra de guerrilla, fue capaz de vencer en unas horas a un poderoso ejército formado por 3000 soldados, comandado por un oficial de escuela que había vencido a un ejército bajo el mando del mismo Napoleón Bonaparte, comandante que para justificarse ante el reclamo del Rey de España le escribe: Si usted me da un Páez y 3.000 lanceros apureños, yo le pondré a toda Europa a sus pies. Aquella acción bélica tuvo lugar en las Queseras del Medio el 2 de abril de 1819, un mes y medio después de pronunciar Bolívar aquel famoso discurso de Angostura y que infundía valor y esperanza de vencer cualquier dificultad por muy imposible que pareciere. Revisemos otros párrafos de es exquisito y memorable discurso. Veamos.
 

"Un Generalísimo del Ejercito y de la Marina hace la paz, y declara la guerra; pero es el Parlamento quien decreta anualmente las sumas con que deben pagarse estas fuerzas Militares. Si los Tribunales y Jueces dependen de él, si las Leyes emanan del Parlamento que las ha consagrado con el objeto de neutralizar su Poder, es inviolable y sagrada la persona del Rey: pues, al mismo tiempo que le dejan libre la cabeza, ligan las manos con que debe obrar: Aunque el soberano de Inglaterra tiene tres formidable rivales: Su Gabinete que debe responder al Pueblo y al Parlamento, al Senado que defiende los intereses del Pueblo, como representante de la Nobleza de que se compone; y la Cámara de los comunes que sirve de órgano y de tribuna al Pueblo Británico; además, como los jueces son responsables del cumplimiento de la Leyes, no se separan de ellas; y los administradores del Erario siendo perseguidos, no solamente por sus propias infracciones, sino aun por las que hace el mismo Gobierno, se guardan bien de malversar los fondos públicos. Por más que se examine la naturaleza del Poder Ejecutivo en Inglaterra, no se puede hallar nada que no incline a juzgar que es el más perfecto modelo, sea para un Reino, sea para una Aristocracia, sea para una Democracia. Aplíquese a Venezuela este Poder Ejecutivo en la persona de un Presidente nombrado por el Pueblo o por sus Representantes, y habremos dado un gran paso hacia la felicidad nacional. Cualquiera que sea el ciudadano que llene estas funciones, se encontrará auxiliado por la Constitución, autorizado para hacer bien no podrá hacer mal, porque siempre que se someta a las Leyes, sus Ministros cooperarán con él, si por el contrario pretende infringirlas, sus propios Ministros lo dejarán aislado en medio de la República y aun lo acusarán delante del Senado. Siendo los ministros los responsables de las transgresiones que se cometen, ellos son los que gobiernan; porque ellos son los que pagan. No es la menor ventaja de este sistema la obligación en que pone a los funcionarios inmediatos del Poder Ejecutivo a tomar la parte más interesada y activa en las deliberaciones del Gobierno, y a tomarse como propio este Departamento.

Puede suceder que no sea el Presidente un hombre de grandes talentos ni de grandes virtudes, y no obstante la carencia de estas cualidades esenciales, el Presidente desempeñará sus deberes de un modo satisfactorio, pues en tales casos el Ministerio haciendo todo por sí mismo lleva la carga del Estado. Por exorbitante que parezca la autoridad del Poder Ejecutivo de Inglaterra, quizás no es excesiva en la República de Venezuela. Aquí el Congreso ha ligado las manos y hasta la cabeza a los Magistrados. Este cuerpo deliberante ha asumido una parte de las funciones Ejecutivas contra la máxima de Montesquieu que dice: Un cuerpo representante no debe tomar ninguna resolución activa, debe hacer Leyes y ver si se ejecutan las que hace. Nada es tan contrario a la armonía entre los Poderes como su mezcla. Nada es tan peligroso con respecto al Pueblo, como la debilidad del Ejecutivo; y si en un Reino se ha juzgado necesario concederle tantas facultades, en una República son éstas infinitamente más indispensables. Fijemos nuestra atención sobre esta diferencia y hallaremos que el equilibrio de los Poderes debe distribuirse de dos modos. En la República el ejecutivo debe ser el más fuerte, porque todo conspira contra él, en tanto que en las Monarquías el más fuerte debe ser el Legislativo, porque todo conspira en favor del Monarca. La veneración que profesan los pueblos a la Magistratura Real, es un prestigio que influye poderosamente a aumentar el respeto supersticioso que se tributa a esta autoridad.

El esplendor del Trono de la Corona, de la Púrpura, el apoyo formidable que le presta la nobleza, las inmensas riquezas de generaciones enteras, acumulan en una misma dinastía la protección fraternal que recíprocamente reciben todos los Reyes, son ventajas muy considerables que limitan en favor de la autoridad Real, y la hacen casi ilimitada. Estas mismas ventajas son por consiguiente, las que deben confirmar la necesidad de atribuir a un Magistrado Republicano una suma mayor de autoridad que la que posee un Príncipe Constitucional. Un Magistrado Republicano, es un individuo aislado en medio de una sociedad encargado de contener el ímpetu del Pueblo hacia la licencia; la propensión de los jueces y administradores hacia el abuso de las leyes. Está sujeto inmediatamente al cuerpo Legislativo al Senado, al Pueblo: es un hombre solo resistiendo el ataque combinado de las opiniones, de los intereses, y de las pasiones del estado socia, que como dice Carnot, no hace más que luchar continuamente entre el deseo de dominar y el deseo de substraerse a la dominación. Es en fin un atleta lanzado contra otra multitud de atletas.



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José M. Ameliach N.


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