Nací el 22 de julio de 1937, a orillas de la quebrada San Antonio, en una vieja casona, cuyo techo de tejas cubiertas por musgos y pequeñas plantas rastreras, servía de guarida a culebras, muchas de ellas inofensivas. Una pequeña plantación de café, perteneciente a mi tía Carmen, era lugar fértil para los reptiles, entre otros animales. Mas tarde, con el correr de los años, supe que pertenecía a la legión de pobres de un poblado llamado Sabana Grande de Orituco, enclavado en la línea divisoria entre el estado Miranda y el Estado Guárico, ausente del mapa guariqueño. Sabana Grande no tendría más de 500 personas cuando más, regaditos unos acá, otros más allá.
Los pudientes lo conformaban un grupo minoritario. El resto era pura pobreza exacerbada, tal era mi caso. Algunos de esta "casta" tenían burros sanos y alebrestados, caballos y ganado. Uno de estas personas privilegiadas tenía un camión "Fargo", color verde. Y, por supuesto, eran los propietarios de bodegas, donde los pobres acudían a comprar una "locha" de sal, o "medio" de café, y el tabaco de mascar que no faltaba.
Fue así como aterricé en Sabana Grande (con apenas seis años de edad), producto de un engaño a mi madre, por parte del viejo Carlos Pérez, un pudiente que la "enamoró" y la uso para sus desahogos, mientras yo fui a parar a la casa de los Pérez, como sirviente. Nunca llegué a saber que era un sirviente. Sólo hacía las cosas que me mandaban. La "Niña" María era la "Jefa" mía, en la práctica. Bajo ese calificativo fui explotado a pesar de mis siete años. Cortaba leña, buscaba agua en la quebrada, sabaneaba burros, barría en la casa, y hasta llegué a coger tabaco, cultivado en un vasto terreno amarillento adyacente al rancho donde había ubicado a mi madre.
Nunca había matado un pájaro, pero ahora me tocó matar pichones de palomas para caldos para alimentar las desteñidas energías de don Carlos. La "Niña" María, me dijo: "Tomas el pichón entre tus manos, y aprietas los dos pulgares contra el dorso del ave, hasta que no se mueva". Mi servidumbre fue gratuita. Nunca recibí un real como retribución. Yo formaba parte del "negocio" que don Carlos Pérez, le había propuesto a mi madre, bajo engaño.
Más tarde me tocó "matar" a un morrocoy. Me obligaron a darle golpes sobre su caparazón con un mazo de pilar maíz. En vista de que el animal seguía dando muestras de vida, lo agarraron y lo sumergieron en una olla de agua caliente. Allí, el pobre animal, levantaba borbotones de agua, hasta que con el tiempo se quedó medio tranquilo.
Un día de lluvia me interne en un potrero en la búsqueda de un burro. Así, de un lado a otro, pasaron las horas. De pronto vi la figura de la "Niña" María que blandía en su mano derecha un palo, y me amenazaba. "Negro, é mierda, ¿qué ha pasado que no apareces? Espera que te voy a dar tu merecido". Y corrió tras de mí. Pero, tuve fuerzas para escapármele, mientras le decía unas cuantas cosas. Me persiguió hasta llegar al paso de la quebrada. Me abalancé sobre las aguas y logré pasar, ella tuvo miedo, y tuvo que esperar que bajaran las aguas. Cuando eso sucedió, yo ya estaba contándole a mi mamá los malos intentos de la mujer.
Mi mamá se enardeció, me tomó por un brazo y por el otro a mi hermana Carmen, y nos dijo: "Somos pobres, pero a mi hijo nadie me le pega", y nos llevó donde mi hermana mayor, quien nos dio alojo. "Somos hijos de Dios, y nadie está por encima de nadie. Somos seres humanos hambrientos de amor, y de servir a los demás, pero con dignidad. Nadie por debajo ni por encima de usted, y recuerde mientras que su ancla sea la fe y su capitán Jesucristo, podrá resistir cualquier tormenta", concluyó. Más nunca volví a verle la cara a la Niña María, ni al viejo Carlos, ni a ninguno de los pudientes que habitaban en la vieja casona, ubicada en la parte de arriba de calle real de Sabana Grande de Orituco.
Rebelde con causa
James Dean, fue un actor ícono de la rebeldía en su época. En una ocasión dijo: "No puedo cambiar la dirección del viento, pero sí ajustar mis velas para llegar siempre a mi destino". Yo no podía cambiar las cosas que encontré al nacer, ni siquiera sabía el porqué de su existencia. Cuando lo supe, con el correr de los tiempos, me hice rebelde. Pensé que ahora sí, de alguna manera, podía contribuir a cambiar algunas cosas, tal como la injusticia. En ese sentido, aprendí que ser rebelde tiene sus implicaciones. Ya que se trata de una persona que piensa por sí misma, es sensible a la realidad que lo circunda y se muestra valiente para expresar su desacuerdo.
Desde que aterrizamos en este mundo comienza, como dice el autor de Los cuatro acuerdos, Miguel Ruiz, la domesticación. Es decir, tienes que actuar y pensar como los demás, y si lo haces diferentes, te catalogan de rebelde, o inadaptado. Más tarde, cuando empecé a leer libros, comprendí que sin rebeldía la sociedad no avanza, se estanca. Y entonces, asumirnos la rebeldía como un modo de vida. Eso pasó conmigo. Cuando transito los 83 años de vida, me convenzo de que haberme rebelado contra la injusticia fue mi mejor y más grande decisión. He pagado cárcel y atropellos por mis actos rebeldes, pero soy feliz, a mi edad; un hombre de intachable e inmodificable rebeldía.
Me despido con un par de frases. La primera es de Lucas Leys, y dice: "La rebeldía puede ser un don maravilloso. Es la rebeldía la que dispara la creatividad, la exploración, el progreso y las revoluciones". Y la segunda es del cantautor cubano Silvio Rodríguez, quien nos dejó este hermoso regalo: "Dirán que pasó de moda la locura, dirán que la gente es mala y no merece, más yo seguiré soñando travesuras. Acaso multiplicar panes y peces".
Villahermosa, Tabasco, México, 29 de enero de 2021.