La estupidez: Infinita soberbia

La estupidez es infinita dijo Einstein. Y Paúl Tabori ratificó en su libro La historia de la estupidez que los seres humanos comenzamos a abonar la estupidez, una vez dejamos de gatear.

El poder, la vanidad, el oro, la descendencia, los títulos, la burocracia, la guerra, la justicia, la duda, la educación, el mito, la superstición, y el enamoramiento, forman parte de nuestra estupidez, según Tabori, y todos sabemos en nuestras cuotas de lucidez que es así.

Tocando los linderos de la estupidez, entre 2012 y 2013 publiqué un par de artículos en este medio, que ahora evaluándolos a distancia descubro que forman parte también de la estupidez, en este caso, de la mía.

Fanatismo, ignorancia, e ingenuidad, fueron el resultado de una escritura visceral, emocional, insensata, y violenta. Textos en los que mi fiebre ideológica desató su furia con un atolondramiento épico que si bien me permitió expresar lo que en su momento creía justo, hoy se reduce a un diario adolescente donde por lo general imperan nuestros primeros desmadres emocionales.

Al releer cada párrafo, de cada artículo, después de tantos años, descubro que fue una estafa alimentar el lenguaje de opiniones cundidas de héroes patrios, casi míticos, así como de filosofías y de líderes que sólo conocí a través de los medios de comunicación, en panfletos, en toneladas de afiches, de propagandas, y que quizás llegué a ver y a escuchar en una marcha o actividad institucional.

Las faltas ortográficas no ensucian el lenguaje, ensucian lo definitivo, lo concluyente, y radical. Ensuciamos el lenguaje al aprender manifiestos, credos y normas ideológicas, que nada tienen que ver con los manifiestos, credos y normas de vida que nos enseñaron nuestros padres y abuelos.

En nuestro delirio ideológico olvidamos además a quién debemos servir, y pasamos a ser marionetas serviles de quienes justamente promueven el servilismo, y no el servicio como principal vocación humana.

Atentos a quien servir, dejamos de ser serviles a un gobierno, y entonces reformulamos hábitos. Servimos a nuestros padres, a nuestros abuelos, y a los padres y a los abuelos de otros. Servimos a los niños, a los enfermos, a las mujeres, a los hombres, a los animales, a las plantas, y entonces descubrimos que servir es la única religión que no se viste de fanatismo.

Al ensuciar el lenguaje, la experiencia y la facultad de periodismo sirven de poco si nos convertimos en comunicadores viscerales. Porque la ironía infectada de doctrina, pasa a ser una anécdota. Y porque la inteligencia no tiene nada que ver con libros, discursos y coeficientes, sino con el servicio.

El insulto tanto verbal como escrito se convierte en un chiste con el tiempo. Es ridículo, torpe, e innecesario, aunque a veces necesario para reflexionar y hacernos responsables, en mi caso, como periodista.

Cuánta energía en una palabra para alborotar la barbarie, es como si en "las palabras" circulara sangre. "Las palabras" pueden ser dioses y demonios. De niños "las palabras" son mariposas, y de adultos pudieran ser feroces dragones occidentales que se comen niños, secuestran princesas, destruyen ciudades y roban tesoros, o iluminados dragones orientales símbolos de sabiduría, fortuna, nobleza y divinidad. Definitivamente, todo depende de la mirada, y quizás sea a través de esta última mirada que podamos redescubrir lo que nos define como seres humanos, y entender que sólo nos une la alegría de vivir en libertad, y desde el servicio.



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María Canelones


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