Cada vez que escucho la palabra "cultura" desenfundo mi pistola, decía Hermann Goering. Cuando oigo la palabra "cultura", desenfundo mi reajuste económico, parafrasea el neoliberal. La cultura es sólo una más en la lista de bajas que comienza por la soberanía, prosigue con la economía, incluye el nivel de vida y la educación y engloba al medio millón de niños que según la UNICEF perecen anualmente en los países subdesarrollados como consecuencia de la crisis de la deuda externa.
La cultura es lo que el hombre hace y lo que hace al hombre. Aniquilarla es borrar la humanidad. No se reduce a las bellas artes o al consumo estético exquisito. Debe ser entendida como fenómeno integral, que abarca la totalidad de las manifestaciones del ser humano como creador individual y como ente social. Todas las privaciones que la deuda pública externa impone al ciudadano en lo político, lo económico, lo social y lo educativo son también privaciones culturales. No se entrega la libra de carne al acreedor sin mutilar irremisiblemente al deudor.
Una nación es un hecho cultural. Para hacerla desaparecer, basta con inmolar la cultura. Un Estado es el gestor político de una y varias naciones. Para aniquilarlo, basta con disolverlas.
Para reducir a la nada una nación, una institución, un individuo, basta inculcarles una cultura de la ignorancia, la desesperanza, el autodesprecio. Actualmente una sola cultura, la de siete países hegemónicos o más bien la de uno de ellos, es presentada masivamente por todos los medios de comunicación planetarios como único paradigma, modelo único que define lo positivo y lo negativo, lo justo y lo injusto, lo tolerable y lo intolerable. Estados Unidos produce el 97,1% de su propia programación televisiva; América Latina importa el 46% de la programación de la pantalla chica. Dentro de esa cultura hegemónica que vende al planeta su propio punto de vista, el resto del mundo no es representado, o representado sólo como objeto de irrisión, lástima o subordinación.
Las grandes épocas culturales de un pueblo coinciden con sus períodos de afinación política, económica, social. El Siglo de Oro griego corresponde el dominio de Atenas sobre el mar; el Siglo de Oro de España al imperio sobre América; el Renacimiento, a la hegemonía económica italiana; los florecimientos estéticos de Inglaterra y Francia ocurren cuando dichos países aspiran a la preponderancia. La supremacía de Estados Unidos en las industrias culturales refleja su poderío estratégico. Un buen gusto es un mal gusto apoyado en un poder. El pulso de la cultura es el de la situación real de la sociedad. Los flujos de bienes culturales del Primer Mundo al Tercer Mundo, el dominio del primero sobre los medios del último corresponden estrechamente a los límites de la hegemonía.
Los grandes movimientos culturales latinoamericanos han estado vinculados a apoyos de los poderes públicos. Sin ellos no se explicarían las colosales edificaciones de las culturas precolombinas; el gran arte religioso colonial; el muralismo, el auge editorial y el cine mexicano; el auge de la alfabetización que creó las masas de lectores sobre las cuales prosperaron las industrias editoriales del Cono Sur; la cinematografía y la gráfica cubanas; la novela positivista, el abstraccionismo y el cinetismo venezolanos. No hay auge cultural sin aparato cultural. La deuda cultural con el creador latinoamericano incluye la devolución de las grandes redes de comunicación de la región, hoy confiscadas en su mayoría por el gran capital transnacional.
Cada gran período político de un pueblo se manifiesta mediante una específica fisonomía cultural. Antes del Descubrimiento, los pobladores de Venezuela teníamos una ética y una estética fundadas en la narrativa mítica. Durante la Colonia se nos impone una filosofía, una literatura, una música, una plástica, una arquitectura religiosa. Durante la República oligárquica adoptamos una literatura, una pintura, una arquitectura neoclásica. La oligarquía liberal importa una estética romántica con lírica sentimental y monumentalidad neogótica. Las dictaduras andinas aclimatan una filosofía positivista que se traduce en el predominio del realismo literario y pictórico y en el nacionalismo arquitectónico y musical. A una dominación populista corresponde un arte populista, que invoca los rasgos superficiales de la tradición popular para cimentar la colaboración de clases. La insurgencia de los años sesenta genera una estética de la violencia. La crisis postmoderna de la ética y la política se traduce en una estética sin compromiso, en la acumulación de todas las prebendas de los aparatos culturales y la adulación de los medios en aquellos intelectuales que menosprecian a sus propios países o no parecen enterados de su existencia.
Una gran época creativa acontece cuando un pueblo tiene valores que proclamar, un público dispuesto a acogerlos, mecanismos para proteger a los creadores y divulgar sus obras.
En cada país hay tantas culturas, subculturas y contraculturas como clases, etnias, estratos y grupos sociales. Clase dominante y poder político coinciden en proponer como exclusiva y excluyente aquella cultura que los legitima. Clases dominadas y grupos excluidos se manifiestan mediante subculturas, contraculturas, revoluciones. El mapa cultural de un país se corresponde punto por punto con su geografía social, económica, política. En las culturas emergentes está gran parte de lo nuevo, lo dinámico, lo vital. Al mismo tiempo que intenta homogeneizar al mundo bajo la aplanadora del Pensamiento Unico, el Primer Mundo juega a escindir todavía más al tercero convirtiendo mínimas divergencias culturales en excusas para secesiones políticas o para federalizaciones extremas que reduzcan a la impotencia a los estados nacionales.
Una clase dominante sin cultura destina sus aparatos culturales a evitar que la de otros sectores sociales se manifiesten. A un poder político sin proyecto corresponde una cultura sin proyección. La cancelación de la deuda cultural con respecto a nuestros creadores comienza con asegurarles la disponibilidad efectiva de los medios para la difusión. Para ello es indispensable la recuperación de una televisora de servicio público y la reorientación de sus programas a fin de que efectivamente realicen divulgación cultural y educativa. Es también indispensable la ampliación del fomento y protección al cine y al video locales y el aprovechamiento de la capacidad vacante de imprentas y editoriales públicas para la masiva publicación de libros, revistas, partituras accesibles.
La Primera Guerra mundial se peleó esencialmente en el espacio terrestre, la Segunda se extendió al espacio naval y aéreo, la Tercera Guerra Mundial se decidió en el ámbito económico, la Cuarta, se libra, además en la dimensión cultural. La cultura es cuestión estratégica. Los estudios de los documentos de la CIA han revelado que ésta sostuvo una Guerra Fría Cultural en el curso de la cual compró y promovió a artistas, publicaciones de instituciones y promovió tendencias estéticas.
Los documentos de Santa Fe anuncian el desencadenamiento de una guerra cultural contra América Latina. Parte de la deuda cultural hacia nuestras sociedades incluye la divulgación del conocimiento sobre estas guerras, y el poner a su disposición medios, redes e instrumentos para defenderse.
Los países desarrollados lo son en la medida en que ocupan apenas el 10% de la población en el sector primario agropecuario y extractor, un 20% en el sector secundario industrial y el resto en el sector terciario de servicios, mercadeo e informática. Los países desarrollados son gigantescas industrias culturales que producen creencias, ideología, mitos, sentido, desinformación, dominación.
La economía global avanza mediante la ofensiva de una cultura globalizada. Ambas proponen como único paradigma el aplicado por las siete naciones más desarrolladas del planeta: ambas imponen al resto de la humanidad sufragar sus costos; ambas excluyen al resto de la humanidad de sus beneficios.
La cultura globalizada postula el mercado como única meta, único paradigma, única medida, único credo, única cultura, único valor. La versión de ella que se propone o más bien se impone a los países subdesarrollados parte de los dogmas siguientes:
1) El mercado como único asignador de bienes culturales, los cuales sólo estarían disponibles para aquellos capaces de pagar la cotización.
2) La ampliación del concepto de "Ventajas comparativas", según el cual la producción cultural de los países menos desarrollados debería concentrarse en unos pocos rubros rentables por su especificidad o por la baratura de su mano de obra o derechos autorales, e importar absolutamente todo lo demás.
3) La satanización del pueblo como masa laboral "improductiva" o "rentista" a ser "modernizada" mediante rigurosa disciplina policíaca, y "globalizada" aniquilando su identidad a través de la industria cultural.
4) Un gestor político que use la violencia pública a favor de los grandes intereses privados nacionales y foráneos.
5) Una continuación restringida y selectiva de la política de paz intelectual mediante dádivas a favor de los creadores y artistas que con mayor fervor legitimen dichos postulados u omitan toda crítica hacia ellos.
6) La asignación de los grandes capitales de la decisión sobre el fenómeno cultural, tanto por su financiamiento mercantil de las industrias culturales, tanto como por la política de hacer que el conjunto de la sociedad costee sus mecenazgos a través de una política de desgravámenes fiscales.
Por fuera y por encima del mercado está el género humano.
Su destino se decidirá en la opción entre una cultura del mercado y una cultura humanística, es decir, creada por y para la humanidad. Vale decir: entre la cultura y la ausencia de ella.