Por ahora nuestra revolución bolivariana sigue siendo pacífica y democrática (aunque ese “mientras tanto” nos atemorice algunas veces. Poderosos intereses nacionales y extranjeros apuestan al fracaso de un sentimiento latinoamericano que renace de sus propias cenizas. La oligarquía de ahora es transnacional y globalizadora. No tiene misericordia.) Seguirá siéndolo. Pero, para lograr su consolidación plena se hace necesario acelerar la organización popular. No existe otro mecanismo. No valen discursos ni arengas ni prosas ni profanaciones. Tampoco bastan decretos. La organización no se ordena; se asume sin contemplaciones.
El Presidente Chávez se ha desgañitado llamándonos a organizarnos desde abajo. Sin imposiciones verticales. Todo debería oler a horizontalidad. La organización popular no puede -ni debe- negociarse. Debe ser libre, espontánea y participativa. Y sólo podremos alcanzarla cuando, como ciudadanos comunes, comprendamos conscientemente cuánto protagonismo está presente, para beneficio particular y colectivo, dentro de nuestra actual Constitución. Ella ofrece oportunidades novedosas. Sin embargo, varios factores impiden consolidar este nuevo contrato social. El tiempo, que siempre juega en contra nuestra, es uno de ellos. Si no comprendemos su carácter inexorable ante cualquier compromiso histórico, acabará sepultando todo intento popular reivindicativo.
Los dirigentes, ocasionales en estos momentos, también deben ser distintos. No pueden pretender, quienes azolaron nuestra patria, ofrecernos soluciones tangibles lavándose nuevamente su cara. Chávez sintetiza e inserta, con su discurso claro y sincero, un liderazgo poco común. Y llega directo al corazón de una masa ávida por acciones y actitudes diferentes a las del pasado. Por esta razón, ha calado entre los más humildes y desposeídos.
Difícilmente, esa presunta oposición, logrará derrotarlo. Allá ya no hay líderes (y los que existen son ampliamente conocidos.) Aquí están naciendo. Son genuinos. No padecen de contaminación politiquera. Son naturales. No fueron educados en escuelas tradicionales. Son populares. Allí encontramos la diferencia. Aunque, debemos reconocerlo, aquí cohabiten habilidosos infiltrados. Hace falta ubicarlos exactamente para bajarlos del tren. Si continúan encaramados podrían causarle daños irreversibles al proceso de transformación bolivariana. Son, más que respetuosos del ideario de El Libertador, amantes de los bolívares y de las prebendas del poder (en su interior, siempre han odiado al genio de América.) En ocasiones especiales suelen emplear boinas rojas, pero su corazón sigue pintado con otros colores. Son chavistas o revolucionarios cuando les conviene. Existe una distancia enorme entre su disfrazada palabra y su verdadero accionar. Y, como nuestra sempiterna corrupción, muchos están en posiciones claves. Han logrado colarse.
Otro elemento viene representado en el tipo de sociedad legada, fatídicamente, por quienes gobernaron al país durante las últimas décadas. El Estado debe solucionar todos mis problemas. Y, ese mismo Estado, es el culpable de ellos. Nos compraron con migajas, mientras esa clase dirigente manejaba a su antojo recursos petroleros nunca antes soñados. Jamás nos permitieron asumir nuestra cuota de responsabilidad (sin educación para el desarrollo real y soberano éramos fácilmente manipulables.)
Fuimos transformándonos en una sociedad rentista, parasitaria y dependiente. Como hemos repetido, muchas frases populares lograron hacerse sentimiento nacional: “póngame donde haiga” o “déme manque sea de maestro.” Esa es nuestra herencia “democrática”. Debemos, frente a esta verdad, organizarnos para transformar nuestras estructuras internas y, en este sentido, comprender el sentido colectivo de la Carta Magna. El sueño de Bolívar –felicidad posible- puede alcanzarse si cada quien pone un grano de arena para beneficiar a sus semejantes.
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