La ortodoxia de los clásicos explicaría este fetichismo en la ignorancia primitiva como punto de partida. El asombro por las fuerzas elementales de la naturaleza creó politeísmos. El proceso seguiría por la necesidad de esperanza ante el yugo social que avasalla; luego, el miedo, la necesidad de abrigarse divinamente para postergar la muerte y más contemporáneamente el alivio de sentirse acompañado ante la soledad urbana. Quizá quepa también en el asunto una especie de platonismo popular ante la desvalorización de occidente.
Los españoles de la conquista traían, aparte de la Biblia, innumerables avíos para espantar el infortunio de lo desconocido; la protección, el devocionario, talismanes, escapularios, oraciones y conjuros que ligaban creencias de otros pueblos con las imágenes de los santos de sus pueblos blancos. La brujería también era parte de sus pertrechos memoriales.
Para acompañar su insensata aventura se aferraban a estatuas y fetiches que los salvaran de la demencia y el naufragio ante el imaginario de una Tierra plana y el imposible esquivo del abismo que llevaría, de un momento a otro, sus navíos hacia el vacío. Acompañados de franciscanos y dominicos, aseguraban el cielo ante el desastre inminente.
En toda esta locura para atestar un orden hegemónico se mezclaron sangres y memorias. Por temor se sublimizaba la religión que ordenaba el Concilio de Trento; por vana cruzada se mezclaron fe y superstición, liturgia y ritual mágico. Argamasa de memorias colectivas que quebraron naciones uniendo al tótem de palo indio con el yeso cristiano operando nuevos mestizajes con jolgorios paganos en el regocijo de cosechas y rebeliones. Se calcula que entre los siglos XVI y XVIII llegaron a Venezuela casi un centenar de religiones negras.
En este sincretismo se mezcló la invocación a las ánimas con las ceremonias de máscaras que ocultan lo que no es, el rito secreto para mantener su propia e irreverente fe. En Yare, estado Miranda, como ejemplo discordante, la multitud ebria danza remedando demonios, a pleno templo, ante un cura que pregunta, en una juramentación, cada vez más creciente, si el iniciado promete ser “un buen diablo”. Es decir, ¡bien malo!
Nuestro santoral folclórico incluye y permite brujas, brujos y osos asistiendo a misas; borracheras con coplas mordaces ante el Santísimo, justo el Día de la Cruz. Y es que transformamos lo que nos es ajeno; el cristianismo y la virgencita con su carga de esperanza pareciera una espera que ya cansa. Es aburrida y llama a la innovación popular.
Por este pulsear camaleónico América Latina es considerada el reservorio mundial del cristianismo. Su rico repertorio votivo es como el bolero, siempre habrá uno específico para cada necesidad de la existencia. Desde San Isidro Labrador “que quita el agua y pone el sol” hasta San Judas Tadeo, el santo de las causas perdidas, la historia de América revela un sin fin de nuevas creaciones que no aparecen en el santoral del almanaque de Brístol.
Ellas muchas veces están unidas a la ilusión de los desposeídos como es el caso de Nuestra Señora de Guanajuato que consuela de la pobreza y salva del frío a quienes duermen en la intemperie. Otras están unidas a la devoción aborigen que creció por la condescendencia oficial desde que en 1537 la bula papal Sublimis Deus descubre que “los indios son seres humanos dotados de alma y razón”.
Así aparece, vestida de luz, la virgen de Guadalupe, hablando en lengua indígena, quien con su tez morena y mediterránea se convierte en la Madre de los Vencidos. Enarbolada como estandarte de guerra, avanzó entre sable y sangre, matando sin misericordia por la independencia mexicana. Y si raspaban algunos buenos: “pos, que San Pedro los aparte”. Rondas que saben escuchar las penas humanas y se rebelan de tanto oír miserias. Luz de los que esperan, Espejo de Justicia y Refugio de los pecadores.
En La Paz, pachuca como de fiesta, diseñada por un indio, se venera a la virgen de Copacabana. Conocida afectuosamente como La Mamita, evita penas y gorriones. Construida bajo la referencia de la Candelaria, por imposición de la iconografía eurocéntrica, el artista aborigen moldeó un cuerpo del altiplano con amplios pulmones, torso grande y piernas cortas; su cara se hizo india de labios carnosos y ojos almendrados para mirar con tristeza estas tierras arrasadas.
También se apela a santos de probado predicamento en la corte celestial como el bienaventurado San Sebastián, santo abogado que junto al Apóstol Santiago y la Sevillana Divina Pastora derrotan a las pestes. Para los borrachos hay santos parranderos como San Juan y el negro San Benito. Igualmente negro era el limeño San Martín de Porres, hijo de esclava y amo, milagrero que acostaba en su cama a los mendigos ulcerosos de la calle.
En La Habana, San Marcial es el santo contra las hormigas, con gran influencia ante el Señor. La Virgen Negra de Regla, en Cuba, es también la africana Yemayá, madre de los peces, madre y amante de Shangó el dios guerrero mujeriego, guapetón y buscabroncas, quien en el propiciatorio santero colabora para leer el destino en las entrañas de los animales sacrificados.
Los marihuaneros también tiene su santo. Jesús Malverde, un ladrón nacido en 1870 en Sinaloa, quien se dedicaba a robar a los ricos para dárselo a los pobres y murió ahorcado en 1909. En su honor construyeron una capilla en Culiacán, donde nacieron varios capos del tráfico de drogas, muy cerca del palacio de gobierno estatal. Allí acuden narcotraficantes y delincuentes norteamericanos y mexicanos a pedirle les conceda milagros.
Los utópicos quienes han pretendido un sensato distanciamiento con la realidad, abrazando procesos de futuro interminable, también están fritos. San Expósito, el santo de lo imposible, restaura sus derrotas y reveces exigiendo, para su milagrear, sólo lo viable posible. Con esta seducción ha dejado sin ideales a unos cuantos.
La iconografía aumenta con los artesanos que labran árboles que sangran como el Nopal o la Ceiba que por las noches se vuelve mujer, porque siempre vemos lo que queremos que sea. El mercado tampoco escapa en la creación divina: el famoso Cristo gay de Quibor, en el estado Lara, es una atracción turística nunca retirada de su iglesia principal. La doctrina de la indulgencia siempre maneja una doble moral. La sexología también da presencia con un fenómeno transfo que convirtió en Colombia a Santa Lucía en San Lucio por una suerte de una talla artesanal a la que le fue creciendo algo que parecía un ganglio vegetal que fue bajando y aumentando desde el cuello hasta llegar a su sitio y hacer evidente su forma de pene; rechazado por la iglesia fue rescatado y bautizado por los vallenateros como Lucio, el santo fiestero y confianzudo que junto al satírico y envidiado San Lucas acrecientan la picardía criolla.
El amor será siempre paridor de nuevos crios: San Antonio, por ejemplo, habilita pareja a los mal amados, con la salvedad, que es de tomar en cuenta, que los consortes que repara golpean a su par. Santo Domingo Vidal es fervor de los que aman y junto al ánima de “Pelao a cuero” repone lo perdido. Toda esta amalgama se completa con el doctor José Gregorio Hernández, Venerable médico de los pobres, quien al lado de María Lionza, divinidad indígena con cara de Virgen de Coromoto, se ocupa de los asuntos de salud pública para desahogar con “lo alternativo” a la santísima y creciente burocracia oficial del Vaticano. Che Goyo, es el único santo con sombrero y corbata que hace milagros, con la sola excepción de desproteger al desprevenido peatón. Ahora, digo yo, ¿Surgirá el santo posmo que arregle computadoras y reciba las “Gracias por los favores concedidos” por internet?