Venezuela en el proceso bolivariano

El diálogo

En estos días, en la República Bolivariana de Venezuela el tema del diálogo político es un importante tema público. Por una parte están los reclamos de la oposición, que en las últimas elecciones regionales ha ganado algunos puestos institucionales (varias gobernaciones y algunas importantes alcaldías en Caracas) y que exige sistemáticamente del gobierno un reconocimiento y un diálogo. Por otro lado, algunas voces dentro del proceso bolivariano, entre las que se distinguen la del ex vicepresidente José Vicente Rangel y la de Alberto Müller Rojas, vicepresidente del PSUV, han hablado de la posibilidad de llegar a algún tipo de acuerdo con la oposición, sobre todo en el sentido de incorporar a la vida nacional a un sector del país que hace tiempo está fuera. Esto ha desatado una fuerte polémica de ambos sectores, inclusive en lo interno de cada uno. Posteriores declaraciones, primero del vicepresidente ejecutivo Ramón Carrizales y luego del propio presidente Hugo Chávez (en un tono menos tajante) negaron la posibilidad de sentarse con la oposición en una mesa de negociación.

Fuera de lo inmediato político, creo que sería interesante realizar un análisis lo más despojado posible de intereses y pasiones del momento, a fin de acercarnos a las verdaderas posibilidades de la existencia de un diálogo constructivo entre gobierno y oposición.

La primera pregunta a hacerse sería ¿Cuándo distintas facciones políticas pueden establecer un diálogo y llegar a acuerdos? La respuesta inmediata es, cuando tienen intereses u objetivos comunes, sean circunstanciales o a mediano o largo plazo.

Así, la cuarta república en Venezuela estuvo basada en el Pacto de Punto Fijo, un acuerdo entre los tres principales partidos políticos de ese entonces (AD,URD y COPEI), en el cual todos coincidían en mantener un sistema de democracia representativa con alternabilidad en el poder y en lo económico, con distintos matices, un sistema capitalista de libre empresa y de acuerdo con las oligarquías económicas locales y los intereses internacionales. En otros países han existido múltiples ejemplos de estos diálogos, pactos o alianzas, la mayoría de ellos basados en el sistema bipartidista (dos grandes partidos alternándose, con algunas minorías políticas existentes para justificar la pureza del sistema democrático). En toda Latinoamérica esa ha sido (en los momentos de democracia) la pauta.

Pero en nuestro caso hoy día, las circunstancias están lejos de conformar este esquema tradicional. El proyecto bolivariano, con diez años ya en el poder, ha ido triunfando con una expectativa de cambios y en el correr del camino se ha declarado socialista, como una alternativa al sistema de democracia representativa bipartidista y capitalista que ha dado todas las muestras de colapso.

Entonces, ¿a que tipo de acuerdos puede llegarse entre dos visiones distintas de la sociedad? Por un lado la oposición, cuya argamasa de unión ha sido hasta ahora el objetivo único de sacar del poder al gobierno bolivariano y al presidente Chávez. Por otro lado el proyecto bolivariano, que nace con un objetivo claro de justicia social, y que busca transformaciones estructurales para lograrlo. ¿Cuáles son los objetivos comunes entre estas dos alternativas?

No por supuesto la visión a largo plazo. El proyecto bolivariano está dispuesto a intentar nuevas formas de organización social, nuevas formas de relación económica, nuevas formas de estructurar el país en función de lograr la inclusión y participación de sus masas marginales. La oposición busca sobre todo la vuelta al status quo del pasado, y aún aquellos que en ella intentan presentarse como nuevas alternativas, imaginan un mundo de individualidades en el cual no existe la responsabilidad social, en el cual la naturalización de las diferencias entre privilegiados y excluidos es lo habitual.

Y a mediano plazo, ¿existen puntos en común entre ambos sectores? Aquí se repite el esquema anterior. Los esfuerzos están de una parte en generar mecanismos de inclusión (Misiones, nueva legislación, organización social comunal, etc.) y de otra parte (y ya lo están intentando desde sus nuevos puestos institucionales) la vuelta a la sociedad tradicional de la democracia representativa y la misma separación entre elites y pueblo.

La alternativa que queda es la posibilidad de llegar a acuerdos en objetivos específicos a corto plazo. Pero allí también la diferencia de visiones no deja demasiado terreno común.

Un ejemplo: aparentemente la inseguridad es un tema que preocupa tanto al gobierno como a la oposición, y entonces podría haber allí un punto para llegar a cierto tipo de acuerdos. Pero si hilamos fino, vemos que es muy posible que para unos y otros el propio concepto de “inseguridad” sea diferente. Es bastante claro, que cuando la oposición se refiere a la inseguridad ciudadana, está hablando fundamentalmente desde una óptica de clase media pequeño burguesa. El nudo de “su” inseguridad está referido sobre todo a los ataques contra la propiedad: hurtos, robos con distinto tipo de violencia, llegando hasta el secuestro Express. Allí, el riesgo de vida está sobre todo en los excesos, lo fundamental es el despojo de los bienes materiales.

Pero el problema de la inseguridad es mucho más que eso. Para los habitantes de los barrios, dónde la vida de inocentes es sesgada sistemáticamente por los ajustes de cuentas o la guerra entre pandillas, el ataque a la propiedad es un problema menor, la inseguridad tiene que ver con el riesgo cotidiano de la propia vida.

Así, las soluciones para la primera definición de inseguridad están orientadas sobre todo en el factor represivo. Más policía, más vigilancia, más patrullas, más armas, etc. Así se defiende la propiedad.

La otra visión ve un problema más estructural. Intenta poner el acento en el trabajo con las comunidades y su colaboración con las instituciones estatales, y así la oposición, en época preelectoral, habla de “sapos” (delatores). Intenta soluciones a mediano y largo plazo que vayan generando cambios estructurales y que ataquen las causas profundas del fenómeno. Un fenómeno que compartimos con el resto del mundo y que muy probablemente está asociado directamente a las grandes y masivas concentraciones urbanas, a los problemas generales de la sociedad contemporánea (neurosis, marginalidad, tráfico y consumo masivo de estupefacientes, etc.) Igualmente intenta soluciones generales, como la ley de policía nacional, los cambios y nueva formación en los organismos policiales, etc.

De esta manera podemos ver como no parece factible la conciliación de estas dos visiones que tienen maneras de actuar y de pensar tan lejanas, con mínimos contactos comunes.

Y el problema va mucho más allá de lo político, incluye lo social y lo cultural. Uno de los argumentos, sobre todo del lado bolivariano, es la necesidad de incluir al “resto del país” en la acción de gobierno (es decir en el proyecto socialista). Una forma de unificar a la nación. Pero el problema es bastante complejo. Cuando se llega desde afuera a Venezuela (por lo menos en el período de los últimos 40 años), la primera cosa que un espectador avisado detecta, es la gran separación entre dos formas (dos sistemas) de vida. Hay un modo de vida ”de clase alta y media” y un modo de vida “del pueblo”. Y cuando decimos modo de vida, nos estamos refiriendo no sólo a las condiciones materiales, sino a todo lo más sutil pero más determinante que tiene que ver con hábitos, conductas, oportunidades, visión del mundo, ubicación geográfica, capacidad de desplazamiento, expectativas de vida, etc.

Venezuela comparte con muchos otros países de Latinoamérica y el resto del planeta (aquellos -la gran mayoría- que no pertenecen al “primer mundo”) una condición estructural. Su sociedad está claramente dividida en estas dos formas de vida. Y estas dos formas de vida están separadas por barreras que trascienden lo material.

El presidente Chávez lo ha dicho varias veces. Una sociedad de justicia, de condiciones similares para todos, no podrá ser una sociedad dónde todos vivamos como viven hoy los más privilegiados. Ha sido ya bastante estudiado y existen los números que lo prueban para el total de la humanidad. Si los casi siete mil millones de habitantes de nuestro mundo tuvieran un nivel de consumo como el promedio del mundo “desarrollado”, (que hoy no representa más del 17 o 18% del total de la población) serían necesarios los recursos (materias primas, espacio, tierras cultivables, etc.) de cinco a siete planetas Tierra. Esta situación es igual para nuestra sociedad. Por más renta petrolera de la que dispongamos, no será posible igualar al nivel de consumo de nuestras clases más altas a toda nuestra gente. Por lo tanto, para crear una sociedad más justa, nuestro pueblo deberá definir unas nuevas aspiraciones de calidad de vida, que estén más asociadas a la solución de las necesidades básicas y al desarrollo personal, que a la disponibilidad y consumo de bienes materiales.

¿Cómo se concilian estas expectativas con una visión que propone, siguiendo la corriente hegemónica, la calidad de vida como sinónimo de capacidad de consumo? Como lo dijera Erich Fromm, una visión capitalista que privilegia el tener sobre el ser.

Parece ser que sí, que a pesar de parecer muy pesimista, en el país coexisten dos países diferentes. Conciliarlos, a partir de lo expuesto no parece una tarea sencilla y no sabemos si posible.

Estamos viviendo una situación inédita. Cada vez que en nuestra contemporaneidad una sociedad ha intentado cambios estructurales, lo ha intentado por la violencia (las revoluciones tradicionales) y el sector de la sociedad que intentara defender la situación anterior ha sido derrotado, exterminado, expulsado o por lo menos despojado de su poder. En nuestro caso (que ya hoy no es único, Bolivia y Ecuador se encuentran en similar situación en nuestro continente) el proceso de cambios ha partido de la toma del poder político en la conducción del Estado, a través de elecciones. Pero esta situación no desmonta ni deja en manos de quienes encabezan los cambios los demás mecanismos de poder de la sociedad.

Un ejemplo de ello lo tenemos hoy en nuestro país en la forma como la agroindustria y las grandes distribuidoras en manos de las oligarquías locales, utilizan la producción y los precios de los alimentos como armas políticas. Ni hablar, entre otros múltiples ejemplos, de la manera en como la propiedad de los grandes medios de comunicación permite a las elites también su manejo como herramienta política.

Así, esta nueva manera de promover los cambios mientras se convive con el enemigo en la propia casa, es quien nos determina la difícil postura frente al uso de la herramienta del diálogo. Volvemos a la pregunta ¿Es posible dialogar entre quienes no tienen puntos en común en las acciones a tomar?

Estos diálogos han sido a veces posibles cuando existe por ejemplo una amenaza exterior, pero a veces ni así. Recordar como en fecha reciente, el gobierno del PSOE llamó al diálogo al PP en España para afrontar la crisis económica, y como el PP no estuvo dispuesto a llegar a ningún acuerdo. (Con el corto criterio de que es preferible que el barco en el que estamos todos se hunda, antes de que yo colabore con acciones que permitan a mi enemigo político ser exitoso en las crisis).

En definitiva, que deberemos ser muy pero muy creativos, si se quiere lograr crear puentes (como algunos los han llamado) entre estas dos visiones tan diferentes del país (entre estos dos países coexistentes). Y hasta es probable que el diálogo no sea una alternativa, sino que será necesaria alguna otra forma nueva que deberemos inventar, al mejor estilo de Samuel Robinson.

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Miguel Guaglianone

Comunicador, productor creativo, investigador, escritor. Jefe de Redacción del grupo de análisis social, político y cultural Barómetro Internacional.

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