Debate obligatorio y público

Si convenimos en que toda oposición debe, en su rol de disensión, respetar ciertas reglas, ciertos límites inherentes al juego democrático, entonces no hay más remedio que señalar a la oposición actual como un perfecto ejemplo de irrespeto a tales reglas. No obstante, eso es lo único que hemos venido haciendo sin descanso, señalarla, pero en modo alguno conminarla concretamente a responder por cada una de sus opiniones emitidas —o arremetidas— en contra del Gobierno Nacional. Pareciera que el respeto a la democracia en nuestro país no constase de contexto jurídico alguno, y que las leyes que protegen a la República estuviesen abandonadas en baúles a la suerte de termitas. Tal vez sea el momento, por ello, de crear algo así como un equivalente de las Misiones en el plano jurídico, un recurso paralelo al oficial y teórico a través del cual pudiésemos asegurarnos el respeto y credibilidad de las reglas democráticas. Habría que crear para comenzar un decreto de responsabilidad pública, el cual podría perfectamente llamarse "Decreto de Obligación al Debate Público".

¿Por qué "de Obligación al Debate Público"? Por la necesidad imperante de atender un problema específico y muy urgente de la realidad socio-política venezolana: el caos mediático.

Ante un Decreto de Obligación al Debate Público (que para nada debemos asimilar a una medida de paños calientes), todo eventual opinador público que sirviérase de los medios para acusar, injuriar, vejar o poner en duda la integridad moral y ética de cualquier funcionario público (o persona afín al sector gubernamental) a fin de producir un efecto de masas adverso, de tensión colectiva o simplemente crear una matriz de opinión susceptible de alterar el funcionamiento de las gestiones administrativas del país, quedaría comprometido automáticamente (por decreto) a debatir en público sus declaraciones con un defensor designado por la parte incriminada.

Este decreto no tendría por objeto la persecución política, y no pone tanto el acento en la lógica del derecho a réplica ni en los justos beneficios de la contra-demanda como en la realidad práctica de una protección efectiva a la salud mental y psíquica del colectivo. Haría posible que éste (el país entero —que se encuentra a la merced de los medios—) tuviese la oportunidad de contrastar mediante debate público toda suerte de opiniones y acusaciones emitidas y formarse una idea por encima de toda manipulación mediática posible; dando lugar así, simultáneamente, a una verdadera responsabilización del opinador —o increpante— acerca de sus audaces juicios (emitidos durante lo que sólo puede ser considerado un uso pleno de su libertad de expresión).

Basta ya, a propósito, que todo el mundo recurra al momento de emitir sus acusaciones a la conocida frase "y lo digo con toda responsabilidad", y que la misma sea en la práctica un recurso puramente retórico y no vinculante, es decir, totalmente desprovisto de consecuencias.

No faltarán quienes profieran:

—"¿Un decreto de debate público obligatorio? ¿Hablamos en serio, o es para reír?"

A lo cual cabe desde ya responder: A cada quien de juzgar, y a los especialistas de demostrar toda posible incongruencia.

Los medios en la actualidad hacen de las suyas y terminan siendo, por decirlo así, el verdadero gobierno de las masas. Aquellos pocos individuos que excepcionalmente logran convertirse en usuarios activos de los medios de comunicación, súbitamente detentan un poder que el ciudadano de a pié está muy, pero muy lejos de poseer. En realidad, este "desventajado" ciudadano está por el contrario obligado a "padecer" eternamente cuanto es emitido por los medios, sin tener la menor posibilidad de incidir en los contenidos que éstos le zampan.

Tristemente, su única forma de acción es el consumo automático, la existencia pasiva, la miserable ingestión indefensa.

La situación, desde todo punto de vista, es burdamente desigual e intolerablemente injusta. Ahí está el pueblo, de nuevo convertido en receptáculo de contiendas ajenas y mezquinos intereses. Y si bien es un deber del Estado proteger al ciudadano, y que el Gobierno ponga todo su empeño en luchar por él, en librar batallas por él, en designar comisiones y hasta suerte de misionarios que morirían por él, ya es tiempo no obstante que se le dé al pueblo la posibilidad de defenderse también solito.

Queremos ver las opiniones emitidas —por quien sea— sometidas a debate público, televisado, y en cadena. Y ser nosotros quienes nos formemos una opinión. En otras palabras, no queremos seguir permitiendo que se divulguen informaciones en nuestros medios (nuestros ya que no tienen más destinatario que nosotros) sin que éstas sean luego pragmáticamente contrastadas, sometidas a nuestra propia inteligencia y discernimiento. Habida cuenta de la importante influencia psicosocial que los medios ejercen sobre la masa, las opiniones con alcance público deben estar sujetas a leyes estrictas de protección sanitaria, y sobre todo deben pagarse "decontado", esto es, rápidamente repetidas enfrente del aludido, no a crédito, pues engordan en su nefasto valor.

El debate calmará sin duda las inquietudes inducidas, y calmará también la guapería calamitosa de seres como Ismael García.

Tampoco es suficiente la recurrente excusa sobre la libertad individual de derecho al consumo, pues mal pudiera bastarnos con decir: —"señora, señor, deje de ver la televisión, de escuchar la radio, de leer el periódico: si no le gusta, no está obligado a verlos, escucharlos ni leerlos".

No, simplemente no basta, y sería demasiado cínico proponernos ignorar lo que constantemente se refiere a nosotros (los medios) y que invade nuestro espacio vital de todos los días sin siquiera pedir permiso.

La presencia e incidencia en la vida cotidiana nacional de los medios de comunicación (o mejor dicho, de quienes tienen a éstos en su poder), es abrumadoramente activa y, desde un punto de vista estrictamente profiláctico, embasurante para la psique. Su omnisciente cobertura, su asfixiante hegemonía se extiende a lo largo y ancho de un territorio —el país entero— que es común y que por principio debería permanecer siempre común, libre de toda imposición al colectivo. Y no libre, precisamente, para acabar con su libertad, como en el caso de la manipulación aberrante, antiética en que se ha convertido lo que una vez fue honorablemente conocido como "libertad de expresión".

Hay, pues, que enfrentar la desmesurada omnipresencia y poder de los medios de comunicación sobre las masas, pero con medidas realistas, y si es posible hasta draconianas. La consciencia colectiva, la psique colectiva necesita reales defensas ante esta invasión caótica de la "información" sobre la vida diaria. Necesitamos interactividad horizontal, no verticalidad mono-activa.

Si los poderes mediáticos consolidados en nuestra sociedad son, como dicen algunos, inevitables, entonces repartamos mejor esos poderes, démosle al pueblo el chance de contrastar en forma independiente las opiniones emitidas por sectores opuestos de la vida política nacional a través de una ley que llame a capitulo oportunamente a las partes involucradas.

Provoquemos así que el libertinaje mediático y la manipulación de las consciencias disminuya. Que cada opinador esté obligado a responsabilizarse por sus palabras, y no sólo se dé a la tarea (o el vicio) de vociferarlas brabuconamente. La masa, el pueblo, merece empoderarse, tomar parte activa en la vida política de la nación en tanto que catalizador real de la opinión colectiva, y dejar de ser un factor "DEL" ambiente para convertirse en un factor "EN" el ambiente.

La ley o el decreto llevaría tácitamente el siguiente mensaje: —"Señores y Señoras mediáticos, portavoces políticos, entrevistados permanentes, íconos de falange y palangrismo, cabezas de sector y líderes penitentes: ustedes, que ponen todas sus energías en captar nuestra atención, y se desviven por convencernos con sus discursos y estratégicas apariciones, ¿quieren darnos realmente show? Pues dennos show, pero del grande: show en el que cada uno responda y argumente frente al incriminado sus sandeces —con el condicionante, eso sí, de que las falsas acusaciones y las mentiras proferidas harán penalmente responsables a sus autores".

Una dosis de realismo tal no le haría mal al puro idealismo teórico y contraproducente de la democracia. Mucho cuento se vendría abajo, y sobre todo mucha enajenación se detendría en seco. No sería en realidad nada nuevo, sólo una solución práctica que popularmente es conocida como "matar la culebra por la cabeza".

¿No es extraño, después de todo, que habiendo hoy en día tanta pantalla por todas partes, no haya ninguna para la verdadera confrontación, y mucha, muchísima para el libertinaje, la conspiración y la manipulación de la mente colectiva?

En esta guerra moderna, llamada de cuarta generación y llevada a cabo exclusivamente a través de los medios, al pueblo no le queda otro rol, como en toda guerra, que el de sempiterna carnada. Pero en esta vamos a ir metiendo ahora un poquito de orden, pues ese mismo pueblo tantas veces vapuleado y humillado ya está decidido a hacer su propia revolución, y tendrá esta vez su puesto de juez y árbitro.

La guerra entonces ya no será tal vez de cuarta generación, sino de quinta —es decir, más apropiada para esta República en que los medios están llamados a tener una utilidad popular, no para-popular—.

Trapecistas pues a sus vacíos, saltimbanquis a sus piruetas, y maromeros a sus mañas.

Que empiece la función...


xavierpad@gmail.com




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Xavier Padilla


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