Elegir. Ir a los centros de votación a registrar una preferencia política en un acto que, omitiendo el tiempo en la fila, duró unos cuantos segundos. Eso fue lo que le tomó a muchos venezolanos el 06 de diciembre de 1998 cambiar el rumbo de la historia, la cadencia monótona que cada lustro sustituía una desilusión por otra. Aún para la mayoría que en ese momento votó por Hugo Chávez, esos instantes eran la aprobación a una propuesta nacionalista que por una parte lucía más sensata que el apresurado maquillaje con el que los despojos de los partidos tradicionales presentaron al maniquí de utilería que les quedaba, por otra parte seguía siendo una promesa, una más de tantas que habíamos apoyado en la que acostumbrábamos creer era nuestra más sublime participación en el juego democrático: el voto. Estábamos inmersos en la patética rutina de sustituir decepción ya no por esperanza sino por lo menos malo; a eso nos estábamos resignando en el pasado, solo que este chico parecía tener algo diferente.
Y lo tenía. Cuántos de nosotros habíamos sufrido la amargura de ver frustradas las posibilidades de un valiente cambio de rumbo en un Caldera que creíamos dispuesto al suicidio político para levantar al país; nos sentíamos tan abochornados por la corrupción e inmoralidad de Lusinchi y CAP que no queríamos nada con la política, lo cual demuestra el éxito de los medios como fuerza de choque del capital en la desarticulación de los partidos, el desmontaje de la ideología en su papel de coordinación de los movimientos sociales como pilares del estado. Quizás hubiéramos asimilado una traición más. Ciegos como estábamos a los clamores populares, podríamos haber asistido con cierto desapego a las inevitables represiones a las que el puntofijismo nos tenía acostumbrados. Chorros de aguardiente, drogas y loterías nos habrían anestesiado los sentidos. Dinero fácil de las privatizaciones habrían llenado las calles con lustrosos carros, mucho neón y vitrinas con mercancía importada habrían mantenido por unos años la fachada que no habíamos aún visto derrumbarse en Argentina. Los medios cómplices seguirían inundando nuestros hogares de sonrisas e ilusiones en el circo farandulero de bienestar postizo.
Pero Hugo cumplió su palabra. Nos metió de lleno en la revolución. El hecho radical de convocar una asamblea constituyente fue el mecanismo a través del cual nos enteramos que no éramos espectadores pasivos del escenario político. Entendimos paulatinamente el significado real de soberanía, de los derechos y deberes de los ciudadanos, comprendimos la importancia de la participación para el ejercicio de una democracia cada vez más directa. De repente vimos que era posible conjugar política y solidaridad social, estado y justicia. Se nos iluminó el camino del amor y el bienestar colectivo sobre el cual pesaba la sombra del egoísmo y la oscura nube de mal ejemplo de oportunismos que ensuciaron nuestra historia.
Van casi seis años desde que el proceso empezó, y a pesar de los intentos criminales con los que la reacción ha tratado de detenerlo, muchos aún no nos damos cuenta, por lo fácil que resultó el principio, cuantos esfuerzos y cuantas vidas se habían dedicado a lograr estos resultados, cuanta suerte hemos tenido en evitar el derramamiento de sangre que acompaña tradicionalmente estos cambios y cuanto trabajo y esfuerzos nos restan aún por hacer para cristalizarlos en paz a pesar de las amenazas internas y externas de llevarnos a la matanza.
Antes aún de la caída de Pérez Jiménez, y durante las cuatro décadas de la democracia representativa que aupaba la depredación de los recursos naturales por los capitales trasnacionales por intermedio de cómplices apátridas, una multitud de luchadores sociales inspirados en el ejemplo de Simón Bolívar enfrentaron la represión, el ostracismo y las persecuciones políticas llevando su mensaje en los barrios, las universidades, los campos y hasta dentro de las fuerzas armadas. Invisibles para un gran sector de la población gracias al encubridor silencio de los medios que nos presentaban el espectáculo de la Venezuela saudita, ellos fraguaron el movimiento que al fin llevaría a Hugo Chávez a la presidencia para iniciar el proceso revolucionario: el cambio de la estructura del estado clientelar y de las relaciones de producción. Sin embargo ese aparato burocrático e ineficiente moldeado con la constitución del ’61, que es la fachada a través de la cual operan los grandes capitales nacionales e internacionales, sigue vivo y oponiéndose a los cambios que un pueblo en ejercicio pleno de su derecho a la salud, la educación y el bienestar colectivo generaría en los privilegios que cobra por entregar nuestros recursos y a los cuales no está dispuesto a renunciar. Empleados públicos de anteriores administraciones, muchos de ellos superfluos, muchos de ellos amañados y acostumbrados a los peores vicios de la corrupción y el amiguismo, vacíos de valores y al servicio de la oposición, torpedean las acciones de gobierno a tal punto que éste se ve obligado a utilizar caminos alternativos para resolver de manera coyuntural problemas que son de carácter estructural; he allí las misiones, que deberían ser manejadas desde las entrañas de los ministerios de educación y salud, y son en vez apoyadas por asignaciones directas de PDVSA y el pueblo, lo cual no es en sí malo, pero hace injustificable el pago de salarios a los funcionarios antes mencionados, más aún cuando hay tantos compatriotas comprometidos con el proceso desempleados.
Acostumbrados a la demagogia populista del pasado, nos encontramos con la realidad de un cambio, de una revolución que no es gratuita. Chávez no es un mago, y ha bregado duro para darnos una posibilidad real de emancipación popular; lo saben muy bien quienes le acompañaron en esa larga lucha y quienes siguen trabajando en ello aún fuera del gobierno.
Así que ahora a nosotros, los pichones de revolucionarios que hemos tenido la dicha de ver los primeros resultados del proceso y entender su meta de sustituir tanto al mercado como a la economía por el ser humano como principio, centro y fin de las acciones de gobierno, nos toca la labor de profundizarlo, expandirlo y defenderlo a como dé lugar. Es prioridad que les hagamos entender a los opositores que son arrastrados por los medios a odiarnos una verdad inocultable: este proceso no puede ser detenido. Ya no es cuestión de seguir poniendo la otra mejilla: tratar de revocar a Chávez puede ser el detonante de la guerra civil que el imperio propicia para poder tomar el control de nuestros recursos; lo ha hecho antes. Chávez es quien contiene el desbordamiento de los excluidos y la invasión internacional. Como él, muchos nos precedieron, perdiéndolo incluso todo, y lograron que por vez primera un proceso revolucionario se alcance por la vía electoral. Mantenerlo así y hacerlo progresar para que sirva de motor para la liberación de otros países hermanos, como nos obliga el ejemplo de Bolívar, va a requerir de mucho más esfuerzo, porque la reacción se opondrá con todo el poder de su capital y su armamento. El trabajo, la constancia, la organización, la inteligencia y sobre todo la convicción profunda son las armas para alcanzar la meta del bien común, la justicia social y el amor al prójimo. Honremos a los veteranos de la lucha y oigamos sus concejos: ellos sí saben que la revolución no es papaya.
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