La riqueza surgida en forma imprevista en el año 1974 tenía que producir o precipitar un deterioro en la moral de los venezolanos. He aquí el meollo de la cuestión para explicar por qué puede afirmarse la corrupción existente en el país. Al permitir los jefes de Estado el aporte de más dinero flotante a la agobiante riqueza nacional, cómplice o no de tal disposición por acción u omisión, estaba poniendo a discreción de la burguesía venezolana un moderno manantial de corrupción. Es inadmisible pensar que al poner a administrar una ingente masa de dinero, con la cual no se sabía concretamente qué hacer, a quienes nunca habían dado pruebas de honestidad e idealismo, los favorecidos iban a dejar de aprovechar una ocasión que patrocinada por los altos niveles del Estado, les garantizaba la impunidad.
Los requerimientos de la vida moderna y los altos costos de una campaña presidencial, la infecunda actividad política, trajeron implícita la necesidad de acumulación millonaria de riqueza si se quería preservar el clientelismo indispensable para continuar participando en la política. Ahora no se trataba de poder comprar una hacienda o una buena casa, sino de inversiones multimillonarias. Sin ese respaldo económico era imposible pensar en volver a ser candidato presidencial o desempeñar papel con notoria figuración en la vida pública. No solamente tenía que salvaguardar riqueza el propio Presidente, si no todos aquellos que lo rodeaban y lo secundarían en su vuelta al poder. De ahí la necesidad de obtener reservas económicas con la lógica consecuencia del lujo superfluo y ostentoso que deriva casi siempre de su mera posesión. Esto se acentuaba más aún cuando era otro partido político el que asumía el control del Tesoro Público. Quien no ahorraba, para usar un eufemismo en lugar de decir “Robaba”, pasaría a la indigencia porque el nuevo gobierno no lo ayudaría en nada. Acostumbrados a la haraganería del funcionario, el empleado público, fuera ministro o portero de un despacho oficial, había perdido la disposición para el trabajo y para su manutención confiaba más en la continuidad en el poder de la fracción política a la cual estaba adscrito, que a sus facultades de producir riqueza honesta y tesoneramente.
De ahí surgió la inapelable necesidad de lucrar a costa del erario público y cada quien según sus posibilidades. Los empresarios captaron de inmediato esa disposición. La licitación y la libre competencia eran un requerimiento más bien accidental, mientras que el soborno, el halago y la asociación con el político eran el medio más idóneo para obtener beneficios en momentos en que éstos se proyectaban en forma colosal. La concubina, por su misma condición irregular, pasó a ser el medio más idóneo para intermediar tales requerimientos. Lo que ella robara o acumulara, no mancharía la honestidad de la familia. En cuanto a ella, la titularidad de la riqueza era un medio mucho más seguro de preservar la unión con el hombre, que un contrato matrimonial, ahora tan fácilmente roto con el divorcio fácil y el abandono físico y material de ella. La riqueza extraordinaria, ostentada por una esposa legítima es mucho más notoria y de difícil ocultamiento. Aunque en algunos casos son ellas quienes hacen los negocios. Tituladas a nombre de la concubina, ésta de por si anónima, es más fácil de ocultar. De esta manera, la necesidad de una concubina para concretar un negocio llegó a constituir un requerimiento tan imprescindible como una cuenta numerada en un banco suizo para ocultarla… Ambas constituyeron vías expeditas por la que se fugaron miles de millones del Tesoro Público.
Este sistema, al generalizarse en los altos niveles oficiales, trajo implícito la descomposición moral de la política. Implicaba la ostentación del lujo, la aprobación de la conducta social irregular y la obtención de riqueza “Fácil” a la mayor brevedad posible. En una cadena sin solución de continuidad, la delincuencia común vio de inmediato la posibilidad de apropiarse fácilmente de tales riquezas. No buscaba los cien años de perdón prometido a quien roba a otro ladrón, sino la “Lenidad” proporcionada por un gobierno que inmerso todo él en el delito, no ejercía ninguna represión sobre quienes delinquían por otros procedimientos diferentes al arrebatón o el sicariato o el secuestro, descerrajamiento de puertas y cajas fuertes.
Esa abundancia de dinero mal habido extendió sus mecanismos corrosivos a todas las instituciones. Ahora había dinero para todo, incluso el cohecho o la dádiva generosa para ablandar conciencias. Los jueces tasaron sus sentencias y los abogados su participación en las causas que defendían; los industriales y comerciantes aumentaron sus precios justificándolo con los altos sobornos pagados para poder producir los bienes que ofrecen al consumo. Mientras tanto, políticos y congresantes cobraban y se daban el vuelto en actividades muy distantes y diferentes a aquellas para las cuales, en teoría, habían sido designados por el pueblo venezolano.
La ilicitud de la corrupción no se refiere solamente a los casos donde se encuentra involucrada la política o altos funcionarios del gobierno, sino que se extiende a todos los aspectos tanto penales como mercantiles de la vida institucional de la nación. Contrasta esa general corrupción de la justicia con el reproche formulado en igual sentido a las dictaduras antiguas y modernas que han prevalecido en Venezuela a través de su historia republicana.
¡Gringos! ¡Son cuatro los cubanos por liberar!
¡Anhelamos Tú presencia Comandante!
¡Sigamos siempre juntos –con– Chávez!