Decir que estamos en emergencia nacional para ir a la lucha en contra de la corrupción, es igual a decir que estamos en una tremenda carrera por refundar ética y moralmente la republica. Edificar una cultura política distanciada de las prácticas tradicionales, en donde la malversación de fondos y el enriquecimiento personal era la norma, equivale a establecer un divorcio con un conjunto de elementos inculcados y consolidados en más de 100 años de “democracia” rentista, entreguista y anti patria.
Luchar contra la corrupción es replantearse la concepción del ejercicio público; es ir, incuso, al imaginario colectivo de nuestra sociedad y de-construir una visión generalizada del sujeto político. Para luchar contra la corrupción debe edificarse una nueva figura-modelo-símbolo del valor representativo de lo verdaderamente ético, de lo moralmente intachable; edificación no teórica sino práctica, tangible, digerible, masificable, ejemplificante, naturalmente gratificante y fuente de auto-realización.
La lucha contra la corrupción debe ser abrupta, feroz, impactante, de shock. Que en su accionar trastoque los elementos conscientes y no conscientes que avalan y vulgarizan el acto de corrupción, que empuje a una fuerte contradicción interna en cada sujeto para que luego se generalice y tenga efecto cultural. No debe ser abstracta sino cotidiana, sin perder su valor simbólico, y capas de disgregarse como epidemia moralmente gratificante, éticamente tranquilizante.
La corrupción debe verse como el enquistamiento de lo viejo y caduco, y su ejercicio asumido como la auto descomposición del sujeto en el ejercicio social. Ha de calificarse como un pecado cuasi religioso, inicio pero también producto del desdoblamiento de la voluntad, cristalización de la fragilidad, materialización de la incapacidad.
Al corrupto debe signarse en una acción punitiva que trascienda a la privación de movilidad, y que en la posibilidad de interacción social, reciba un masivo aislamiento hasta la final auto-censura.
