La corrupción ha sido un elemento tan habitual de estas fronteras contemporáneas como lo fue durante las fiebres del oro coloniales. Como los acuerdos de privatización más significativos se firman siempre en medio del tumulto generado por una crisis económica o política, no impera casi nunca en esos momentos un marco legislativo claro ni unas autoridades reguladoras efectivas: el ambiente es caótico y los precios son tan flexibles como los dirigentes políticos. Lo que hemos estado viviendo durante varias décadas ha sido un capitalismo de frontera, una frontera que ha ido cambiando constantemente de ubicación, de crisis en crisis, trasladándose tan pronto como la ley se ha ido poniendo al día de la situación en cada nuevo lugar.
Así que, lejos de servir como advertencia, el ascenso de los oligarcas milmillonarios de nuestro país no hizo más que demostrar lo rentable que podía resultar la explotación a cielo abierto de un Estado industrializado. Y Wall Street quería más. Inmediatamente después de la desaparición de la Unión Soviética, el Departamento estadounidense del Tesoro y el FMI endurecieron considerablemente las condiciones exigidas a otros países en crisis (y que llamaban a sus puertas solicitando ayuda) haciendo más inmediatas las privaciones. El caso más dramático, cuando la economía mexicana sufrió una importante depresión conocida como la crisis del tequila: entre los términos de su particular "rescate", las autoridades estadounidenses impusieron una serie de privatizaciones relámpago. De resultas de ese proceso, según los datos de Forbes, se generaron 23 nuevos milmillonarios (en dólares estadounidenses). "La lección que se extrae de todo esto —explicaba la revista— es bastante obvia: si quieren saber dónde surgirán los próximos estallidos de milmillonarios, busquen entre los países cuyos mercados se estén abriendo en ese momento." La crisis y la posterior ayuda estadounidenses también abrieron México a una participación sin precedentes de los propietarios extranjeros: en 1990, sólo uno de los bancos mexicanos era de propiedad extranjera, pero "en 2000, 24 de los 30 bancos del país estaban ya en manos foráneas". Obviamente, la única lección que se extrajo del caso ruso fue que, cuando más rápida y más alegal sea la transferencia de riqueza, más lucrativa resultará.
Una de las personas que así lo entendieron fue Gonzalo Sánchez de Lozada (Goni), el hombre de negocios en cuya sala de estar se había redactado en 1985 el plan de la terapia de shock para Bolivia. Tras su acceso al cargo de presidente del país a mediados de los años noventa, vendió la compañía petrolera nacional boliviana, así como las aerolíneas, los ferrocarriles, la eléctrica y la telefónica estatales. Pero, a diferencia de lo ocurrido en Rusia, donde los mayores premios fueron concedidos a empresarios locales, entre los ganadores de la liquidación total de Bolivia estaban Enron, Royal Dutch/Shell, Amoco Corp. y Citicorp, y las ventas fueron directas: las compañías extranjeras no tuvieron necesidad de formar sociedad alguna con empresas locales. El Wall Street Journal refería en una de sus noticias una estampa ciertamente evocadora del Salvaje Oeste en pleno La Paz en 1995: "El hotel Radisson Plaza está abarrotado de ejecutivos de grandes empresas estadounidenses como American Airlines (de AMR Corp.), MCI Communications Corp., Exxon Corp. y Salomon Brothers Inc. Han sido invitados por los bolivianos para reformular las leyes que rigen los sectores que serán privatizados y para pujar por las leyes que rigen los sectores que serán privatizados y para pujar por las compañías que saldrán a subasta en el próximo lote" (una situación ciertamente oportuna para todos ellos). "Lo importante es hacer que estos cambios sean irreversibles y conseguir llevarlos a cabo antes de que los anticuerpos hagan su aparición": así explicó el presidente Sánchez de Lozada su método de terapia de shock. Para asegurarse por completo de que tales "anticuerpos" no llegaran a tiempo para intervenir, el gobierno de Bolivia hizo algo que ya había hecho con anterioridad en circunstancias similares: impuso un nuevo y prolongado "estado de sitio" por el que prohibió toda reunión de tipo político y se arrogó la autoridad de arrestar a todos los oponentes del proceso.
Aquellos fueron también los años del "circo privatizador" argentino, tristemente célebre por su corrupción, pero ensalzado como "A Bravo New World" en un informe inversor de Goldman Sachs. Carlos Menem, el presidente peronista que había llegado al poder con la promesa de convertirse en la voz del hombre trabajador, fue quien estuvo al mando durante esos años, practicando reducciones de plantilla en las grandes empresas y servicios de titularidad pública para venderlos posteriormente (los yacimientos petrolíferos, la telefónica, las líneas aéreas, los ferrocarriles, el aeropuerto, las autopistas, la red de aguas, la banca, el zoológico de Buenos Aires y, finalmente,, correos y el plan nacional de pensiones). A medida que la riqueza del país era trasladada de ese modo al extranjero, los estilos de vida de los políticos argentinos se iban haciendo cada vez más fastuosos. Menen, famoso en tiempos por sus cazadoras de cuero y sus patillas (que le daban un aspecto caracteríscos de clase obrera), empezó a vestir trajes italianos y, según se comentaba entonces, a realizar visitas frecuentes al cirujano plástico ("una picadura de abeja" fue la razón que él adujo en una ocasión para la apariencia hinchada que presentaban sus rasgos faciales). María Julia Alsogaray, ministra de Menen a cargo de las privatizaciones, posó para la portada de una popular revista sin otra prenda que un abrigo de piel hábilmente colocado para tapar sus partes más íntimas. El propio Menen empezó a ser visto conduciendo un Ferrari Testarossa de un llamativo color rojo (un "regalo" de un empresario agradecido).
En Argentina, el dominio del neoliberalismo sin restricciones terminó el 19 de diciembre de 20012, cuando el presidente Fernando de la Rúa y su ministro de Economía, Domingo Cavallo, trataron de imponerlas medidas adicionales de austeridad que había prescrito el FMI. La población estalló en una revuelta y De la Rúa envió la policía federal con órdenes de dispersar la multitud por cualquier medio necesario. El presidente, sin embargo, se vió forzado a huir en helicóptero, pero no sin que antes 21 manifestantes hubiesen muerto por la actuación policial y se hubiesen registrados 1.350 heridos (Macri también). Los últimos meses y días de Goni en el cargo fueron aún más sangrientos. Sus privatizaciones desencadenaron en Bolivia toda una serie de "guerras": primero, la del agua, contra la contrata del servicio suscrita con Bechtel, que había provocado un alza desmesurado de precios (un 300%); luego, una "guerra fiscal" contra un plan recetado por el FMI para compensar el déficit presupuestario mediante un impuesto que repercutía especialmente en las clases pobres trabajadores; a finalmente, las llamadas "guerras del gas" contra los planes del presidente de exportar gas Estados Unidos. Al final, también Goni fue obligado a huir de palacio presidencial para exiliarse en Estados Unidos, pero, como en el caso del presidente De la Rúa, no sin que antes se perdiera un número elevado de vidas. A raíz de las órdenes transmitidas por Goni al ejército para que éste reprimiera por todos los medios las manifestaciones en las calles, los soldados mataron a cerca de setenta personas —la mayoría de ellas, simples transeúntes que pasaban por allí— e hirieron a otras cuatrocientas. A principios de 2007, la Corte Suprema de Bolivia dictó una orden de búsqueda y captura contra Goni por cargos relacionados con aquella masacre.
En gran parte del hemisferio sur, se suele hablar del neoliberalismo como de una especie de "Segundo saqueo colonial": en el primero, las riquezas fueron confiscadas del terreno, mientras que el segundo, fue el Estado el que quedo despojado de ellas. Tras cada uno de esos frenesís de lucro vienen las consabidas promesas: la próxima vez, habrá leyes firmes antes de que se vendan los activos de un país y la totalidad del proceso será vigilada por reguladores e investigadores con ojos de lince y una ética impecable. La próxima vez, se procederá a un proceso de "construcción institucional" previo a las privatizaciones (por emplear la jerga que se ha puesto en boga tras lo acaecido en Irak, Siria o Palestina). Pero pedir ley y orden después de que todos los beneficios hayan sido ya trasladados al extranjero constituye, precisamente, un modo de legalizar a posteriori el robo cometido, del mismo modo que los colonos europeos se aseguraban por medio de tratados sus anteriores confiscaciones de territorio. La alegalidad de la frontera, como bien entendió Adam Smith, no es el problema, sino el elemento central, una parte tan consustancial del juego como los actos de contricción post facto y las promesas de hacerlo mejor la próxima vez.
¡La Lucha sigue!