La situación creada por el gobierno de Estados Unidos con las multitudinarias deportaciones de inmigrantes venezolanos y de otras nacionalidades, destinados a ser encarcelados en la ilegal base naval estadounidense en Guantánamo y en el Centro de Confinamiento del Terrorismo (Cecot) de El Salvador, en lo que conforma un secuestro masivo, en mucho parecido a lo padecido por los afganos en años anteriores por órdenes de George W. Bush (que podría convertirse en una desaparición forzada), y caracterizado por algunos analistas como «transnacionalización del estado de excepción»; no es algo que deba condenarse simplemente por representar la expresión más perversa del supremacismo y de la xenofobia mostrada por el imperialismo yanqui bajo el mandato de Donald Trump. Ello es producto, más bien, de la visión eurocentrista heredada por los estadounidenses, la misma que les impulsó a llevar a cabo las masacres contra los pueblos originarios para despojarlos de sus tierras ancestrales y que ha tenido un efecto nefasto en la historia común de los países latinoamericanos y caribeños, con sus invasiones y los derrocamientos de gobiernos que no son del agrado de Washington; lo cual será más apropiado para explicar el por qué de esta actitud condenable desde cualquier punto de vista. Siendo así, lo que resalta es la fisonomía o la tipología de quienes sufren esta medida, en una gran porción provenientes u originarios de aquellos países categorizados habitualmente como del tercer mundo, incluyendo a nuestra América/Abya Yala/Améfrica Ladina. Existe, por tanto, algo más que una intención de crueldad en el vejamen recibido por los inmigrantes, muy ajustado a la idiosincrasia de quienes aún creen que Estados Unidos está inspirado por un destino manifiesto y, por consiguiente, está ubicado por encima de cualquier otra consideración que no sea la suya, así ésta contradiga los postulados liberales que, aparentemente, defiende desde el momento de su constitución.
En medio de todo esto, hay que destacar la preocupación y la iniciativa mostradas por el presidente Nicolás Maduro de rescatar a los venezolanos apresados bajo el pretexto de pertenecer a bandas criminales. Las mismas tendrían que ser compartidas por toda la población venezolana, indiferentemente de cuál sea la ideología política que se tenga. Para que esto tenga un resultado altamente positivo, será necesario que el gobierno venezolano articule con los demás gobiernos del hemisferio una condena contundente en los diferentes organismos internacionales de defensa de los derechos humanos, comenzando por la Corte Penal Internacional, de la que reniega Donald Trump, pues es claro que las autoridades gringas están violentando todos los preceptos existentes en cuanto a esta materia (la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 y el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 1966), la misma que le ha servido a los últimos cuatro gobiernos yanquis como justificación para etiquetar como Estados forajidos y dictatoriales a una serie de países (Venezuela, entre ellos) por el simple hecho de no obedecer sus órdenes imperiales y defender su derecho a la autodeterminación. Debiera ser, entonces, una política de Estado que integre su estrategia en la relación con Estados Unidos, más allá de lo correspondiente al comercio de hidrocarburos.
Simultáneamente, no se puede obviar la responsabilidad directa de la dirigencia de la derecha ultrareaccionaria encabezada por María Corina Machado respecto a lo concerniente al maltrato a estos compatriotas, humillados y acusados sin pruebas irrefutables de formar parte del mal afamado Tren de Aragua (como lo reconocen algunas autoridades gringas), luego que, por largo tiempo, estuvo instigándolos a abandonar el país y creándoles la ilusión de ser bienvenidos en el país del norte, en una estrategia cruel con el propósito único de obtener el poder y endilgarle la culpa al presidente Nicolás Maduro por el éxodo y las penalidades de estos connacionales; así esto signifique acabar con el sosiego de las familias venezolanas por el pecado de haber apoyado al chavismo. Como tal, ella y sus secuaces disociados han contribuido a convertir a quienes se hallan en otras latitudes en blanco preferente de los prejuicios racistas y xenófobos que en estas se han manifestado, mayormente a través de las redes sociales; lo que encaja en una serie de delitos contra la dignidad humana que deben castigarse de acuerdo a las leyes nacionales vigentes que se refieren a la incitación al odio, la violencia y el racismo.
Como soporte legal de sus medidas antiinmigrantes, Donald Trump desempolva la vieja Ley de Enemigos Extranjeros de Estados Unidos de 1798 (Alien Enemies Act), que permitió el internamiento en campos de concentración de personas de origen japonés, alemán e italiano durante los años de la Segunda Guerra Mundial, a pesar del tiempo transcurrido desde que la primera generación, arribara a este país y adoptara la nacionalidad estadounidense. Su uso cuestionado respondería a la necesidad de arrestar y deportar de una manera expedita a sujetos que estarían «perpetrando, intentando y amenazando con una invasión o incursión predatoria contra el territorio de Estados Unidos», según la declaración emitida por el gobierno; pese al cuestionamiento hecho por el juez federal James Boasberg, quien alega que es aplicable sólo en tiempo de guerra. Al no existir ninguna garantía del debido proceso, se les impide a los migrantes el derecho de recurrir a los tribunales de inmigración, violando claramente un derecho humano reconocido internacionalmente. Al referirse a esta situación, el Center for American Progress (una organización no partidista estadounidense) denunció que la implementación actual de dicha ley constituye «un peligroso abuso de poder que busca privar a las personas de sus derechos legales» que estaría sentando un precedente similar a lo hecho bajo la administración de George W. Bush con la Ley Patriota. En todo caso, con ese tipo de medidas Trump pretende satisfacer las ansias de un sector de tendencias misóginas, racistas, xenófobas y supremacistas de llevar a cabo una limpieza étnico-cultural interior, preservando de este modo al territorio estadounidense de la presencia de extranjeros, así como evitar que se corrompan las costumbres y los valores que identifican el estilo de vida estadounidense, sin querer reconocer -situándose de espaldas a la historia- que esta potencia fue desarrollada con el trabajo de inmigrantes de todo el planeta.