Decir que la inseguridad es, como oímos llamarla a veces, una situación "delicada", sólo puede ser considerado un insultante eufemismo. La inseguridad, estimados compatriotas que viven en el país (no como yo, que vivo en el extranjero), no es para nada una situación "delicada", es una impresentable ¡ABOMINACIÓN!
Tal vez sea paradójico, pero desde el extranjero estamos muchas veces mejor situados para medir ciertas cosas (advertencia: no se aceptan reclamos gratuitos sobre este punto de vista, pues es cuestión de perspectiva y se requiere de experiencia: habiéndole dado la vuelta al mundo varias veces, no soy candidato para propiciar una visión de conjunto despreciable, antes bien constructiva). Venezuela NO es, camaradas, un país más en la serie de países que padecen de violencia crónica, es uno de los líderes incuestionables en la materia. Esta información constituye, no obstante, uno los mejores secretos autoguardados... Es claro que predomina misteriosamente en el país una especie de "visión tabú", similar a aquella que evita el avestruz cada vez que esconde su cabeza.
Efectivamente, como han observado algunos internamente, sólo puede ser errada una política que privilegia la lucha contra el narcotráfico y no contra la inseguridad misma. Más aun, se vuelve cínicamente hipócrita una política que tiende a ocuparse de la imagen del país y del proceso —ante las acusaciones del imperio— antes que de la sangre misma vertida del pueblo por manos del hampa. Pero el gobierno del Presidente Chávez es perfectamente responsable de esta política, no el ministro El Aisami, pues éste sigue obviamente la línea dictada por su superior en jerarquía. El problema de la inseguridad, en la patria de Bolívar, es de una prioridad y una urgencia insuperables. El problema número UNO del país.
Uno que importa más que la propia PDVSA y que la tarea de todos los ministerios juntos, pues ¿de qué puede servir que eventualmente un día en el país todo llegase a marchar bien, excepto las garantías de vida del pueblo mismo que lo habita?
Capturar a narcotraficantes es cosa bienvenida, pues contribuye a largo plazo al descenso de la inseguridad; pero el plazo para dicho descenso puede ser demasiado largo, o bien el descenso mismo de la delincuencia más que insuficiente para la madre que envió a su niño a la escuela esta mañana, y que sabe que el ser por quien vive y se desvive todos los días puede verse en cualquier momento atrapado en medio de un tiroteo.
Quizás sea por un efecto de cercanía, de cotidianidad que el cáncer de la inseguridad sea en el país percibido casi como una contingencia natural, y sólo tratado en forma reactiva —y por lo tanto inefectiva— por parte del Gobierno. Pero también hay que señalar en esto la responsabilidad de la población —¡ah, el soberano!— en el sentido de que, por principio, siempre corresponderá al pueblo conseguir despertar a los gobiernos de todo eventual letargo, sacudirlos de toda posible distracción y obligarlos a actuar en forma expedita frente a lo impostergable.
Chávez, nuestro querido Presidente, por muy revolucionario, por muy propulsor incomparable de la Revolución Bolivariana y líder que sea, cuántas veces no quisiéramos verlo en una ocasión —a ver si definitivamente reacciona— confrontado personalmente, como testigo ocular, a un solo caso de violencia, de crimen, de muerte horrenda, allí en lo profundo de algún barrio del país donde reine —como en tantos reina— la más infame de las barbaries, por no hablar ya de la miseria... Pero nuestro presidente (al igual que sus cercanos, que siempre llevan escoltas, y nunca se meten por donde no deben...) jamás tendrá la ocasión de una experiencia directa. Y aquí viene la pregunta técnica: ¿qué ser humano puede sentir desde Miraflores los avatares de una realidad cotidiana, intraducible, infernal y abyecta?
Constituye una regla de oro, aun para los pueblos revolucionarios, que siempre hay que hacer mucho ruido, incluso hasta el escándalo, para llegar a nuestros gobernantes, aun los más queridos. Esto será siempre así, y es lo único que tendremos siempre a mano. Al nuestro, como a todo soberano, le esperan calles de protesta si quiere un destino.
El pueblo bolivariano ha dejado a la oposición apoderarse del tema, uno cuyo es y debería permanecer exclusivamente nuestro pues ellos fueron los maestros del pasado, los agricultores de esta cosecha. La lucha contra la oligarquía no podrá nunca tener éxito si seguimos otorgándoles la "administración" de nuestras aflicciones más severas. Algunos enuncian o mantienen la tesis (entre ellos el camarada Mario Silva) según la cual la inseguridad es, al menos en buena parte, una subrepticia creación de la derecha, otra de sus burdas patrañas, o un objeto clandestino más de su turbia ciencia. Pues bien, suponiendo que tal fuere, que una buena parte de la inseguridad que azota al país se redujese a una "siembra" deliberada por parte de la oposición (y por ende del imperio), lo cierto es que en la humanidad misma del ciudadano común, en su mente y vida de carne y hueso, el hecho de la inseguridad se reduce, igualmente, pero no "a esto y aquello", sino a un solo y concreto flagelo, terco y permanente y frente al cual su consciencia no está en condiciones —por falta obvia de tiempo— de discriminar el origen: delincuencia es delincuencia, inseguridad es inseguridad. Son éstas en realidad las que no discriminan...
Como tampoco debe, entonces, discriminar el Gobierno, al cual corresponde tratarlas —tanto a la inseguridad real como a la postiza— con la misma frontalidad y crucialidad que se requiere. Cuando el paciente sufre y ya no aguanta el dolor, el origen o procedencia de una carie no sólo es irrelevante para él, ha de serlo también para el dentista.
¿Pero a quién podría bastarle, en su día a día, con una política de inclusión, de educación, de mejoramiento físico del entorno y del ambiente, de promoción de valores sociales y bolivarianos cuando el hampa, inmisericorde, sigue eclipsando con sus astronómicas cifras la vida ciudadana?
¿Cuántas muertes necesita el país para darse cuenta? ¿Cuáles records tiene que batir? ¿Y cuándo el gobierno nacional desistirá del inútil y demagógico consuelo de seguirnos homologando al mundo, diciendo que la inseguridad es un problema mundial? Si bien el paraíso terrenal no existe en ninguna parte, a quienes hemos dado algunas vuelticas no nos queda dudas que pocos lugares como Venezuela se parecen tanto en este sentido al infierno.
¡Vaya irresponsabilidad frente a la vida, el dolor, el temor y la desgracia cotidianos! Y qué hipocresía hablar tanto de revolución, con tantos mutismos intermedios...
Si en los tiempos que se avecinan este problema no es por fin declarado abierta y oficialmente como el PRINCIPAL PROBLEMA de la República, y no se concentran, en consecuencia, todos los esfuerzos del ejecutivo en atenderlo, y en acabar con él, cabe decir entonces que habremos fracasado.
¿Qué sentido tiene ser virtuosos y al mismo tiempo inferiores a la barbarie?
xavierpad@gmail.com