A partir de la invasión europea en 1492, y su ulterior proceso de colonización en el territorio que hoy conocemos como Venezuela, la agricultura, la ruralidad, el campesino y su campo han estado en sufrimiento constante de vejaciones, sometidos al abandono del poder positivo y a los desmanes de los dueños de los medios de producción. Durante la colonia, el castigo al campo estuvo en manos del látigo inclemente latifundista e imperial de España; en el siglo XIX, ese que vio nacer a la república, los terratenientes y los caudillos doblegaron al campesino a la más ínfima existencia; y en el siglo XX, el cual llegó con promesas de desarrollo, fue el abandono y el silencio quien intentaría robar la moral y el espíritu, siempre combatiente, del eterno campesino. Todos estos, en su tiempo y a su modo, hicieron su parte en la destrucción del campo, del campesino y su agricultura, y de todos los valores en donde se cristalizan parte importante de nuestra venezolanidad.
El castigo que le imprimió la colonia al campo venezolano, dejó como resultado un paisaje devastado, y a cientos de hombres sumidos en la gran pobreza, esa pobreza general que anula toda acción productiva, revolucionaria. Sin embargo, fue tan grande el espíritu altivo y combatiente del campesino, que con hambre, y entre las fiebres más fieras de la vida, se sobrepuso a su tiempo histórico.
La batalla que debió librar el campo y sus hombres y mujeres, es digna de admirar. Ante una actividad productiva carente de toda tecnificación, e imposibilitados para soportar los embates climatológicos por falta de maquinaria agrícola, los campesinos ponían toda su fuerza de trabajo en función de la producción. Sin embargo, la voluntad no basta para llevar a cabo la producción. Para ello son necesarios ciertos elementos objetivos, y ante la necesidad de proveerse de estos elementos, el campesino se vio obligado, muchas veces, a recurrir al préstamo, hipotecando así, consciente o inconscientemente, su existencia misma.
Vale mencionar que a lo largo del siglo XIX no existía una política de atención y apoyo a la actividad agrícola, aun cuando esta era la principal actividad productiva del país, y que todo el PIB provenía de las haciendas productivas de los Andes y algunas otras plantaciones del centro occidente venezolano. Sin embargo, el capital internacional, que venía ya haciéndose un espacio en la naciente república, estableció a mediados del siglo XIX algunas Casas Comerciales en puntos estratégicos del territorio nacional.
Para el pequeño campesino, estas Casas Comerciales eran el lugar al cual acudir a la hora de adquirir o solicitar un préstamo para la actividad agrícola. Las Casas Comerciales accedían a otorgar ciertos financiamientos, no sin antes solicitar, como posibles garantías de pagarés, la documentación de los bienes del campesino. Así el procedimiento, la historia nos dice que los dueños de las Casas Comerciales terminaban, en mucho de los casos, apoderándose de las cosechas fruto del trabajo del campesino que, por diversas circunstancias técnicas y materiales, se veían en la imposibilidad de retornar el préstamo adjudicado. Hay que recordar, nuevamente, que la actividad agrícola dependía, en la mayoría de los casos, al comportamiento climatológico. Esto, por la poca tecnificación de la actividad productiva. Así que el cumplir con los compromisos de pago de las deudas adquiridas con las Casas, era sumamente difícil, un juego de azar que terminaba, en la mayoría de los casos, con la perdida de las tierras, única posesión del pequeño campesino.
Estas tierras arrebatadas al productor como forma de pago, eran acumuladas por las Casas Comerciales, las cuales, al cabo de cierto tiempo terminaban vendiéndola a los grandes acaudalados del campo. Este vil ciclo, que jugó siempre con la vida misma del campesino venezolano, abigarró las arcas del poderoso e hizo del terrateniente el sujeto más poderoso de la sociedad Venezolana.
A comienzos del siglo XX el panorama no había cambiado mucho. El campo era el centro de la vida económica de Venezuela, y se encontraba bajo condiciones de producción semi feudales, con la preeminencia del latifundio como forma de tenencia de la tierra. La población, era mayoritariamente rural y se desenvolvía en un régimen de explotación del trabajo en condiciones de aparcería y medianería. El café y el Cacao eran los dioses del mercado; la insalubridad y la desatención médica personificaban la locura cotidiana de la muerte; la falta de un proyecto nacional y del reconocimiento entre sí de todos los componentes del “país” representaba la fractura espiritual más honda de la sociedad. Y así, entre toda esta realidad, dos males estaban por surgir para el campo: la dictadura y el petróleo.
Para las primeras décadas del siglo XX, el desarrollo de las explotaciones petroleras fortalecieron de forma exponencial el latifundio o propiedad territorial agraria, conservando y aumentado la misma situación que existía para las últimas décadas del siglo XIX. Según Brito Figueroa, las empresas petroleras, al dominar como personas jurídicas sobre extensas áreas territoriales, devienen de hecho en el primer latifundista del país, y aunque el concepto no es totalmente exacto, lo cierto es que en realidad las compañías controlan grandes extensiones de las mejores tierras de cultivo y producción agrícola.
La irrupción de la actividad petrolera y el fortalecimiento del latifundio como forma de posesión de la tierra, cambiaría el sentido de la dinámica productiva y económica de la nación; el cambio de una economía agro productora y exportadora a una economía basada en la extracción, procesamiento y exportación de petróleo y sus derivados, inició el paulatino e indetenible abandono del campo, su actividad productiva y todo lo que él significaba.
Existía la promesa de que a partir de las rentas petroleras, el incentivo a la agro producción alcanzaría niveles nunca antes experimentados. Sin embargo, esto nunca sucedió. La política económica que emergía del petróleo no tenía ningún interés en los márgenes de la producción industrial y demás polos de desarrollo económico.
La realidad del interior del país también fue transformada. Las zonas rurales y más alejadas de los principales centros urbanos vieron deteriorar sus circunstancias particulares, pues sus condiciones de vida, en especial la atención sanitaria y educativa, se encontraban en pésimas condiciones en comparación con la de las ciudades. El paludismo, la fiebre amarilla, la tuberculosis y la parasitosis causaban estragos en la población. Y ninguna política estaba direccionada a cambiar esa realidad rural; estaba en pleno proceso el encantamiento petrolero, un espejismo de la mano de las grandes inversiones transnacionales que prometía eliminar hasta las pesadillas de los grandes terratenientes del poder político venezolano.
La agricultura, en consecuencia del abandono político, de la nulidad del financiamiento, de la pérdida de su atractivo como sector productivo, y hasta de los hombres y mujeres que representaban la fuerza de trabajo ahí aplicable, iría quedando desplazada como forma productiva y medio de desarrollo de la nación, pues, como se dijo anteriormente, no resultaba atractiva para el capital que colocaba su mirada en la extracción del crudo recién aparecido en escena. Al mismo tiempo, todo el sector agrícola evidenciaba como su desplazamiento se acentuaba de forma acelerada a consecuencia del avance de las importaciones de los productos agrícolas, unido esto al encarecimiento, por los costos de exportar, de aquellos frutos que como el cacao y el café, habían aguantado incluso el paso de las guerras del siglo XIX venezolano.
Esta era la realidad de nuestro campo, y el cruel día a día de sus campesinos. Sin embargo, esa era realidad ficcional para Gómez. Si queremos ver un reflejo del poderío que tenía Juan Vicente Gómez, podemos decir que en términos individuales, era el primer latifundista del país. Conjuntamente con sus áulicos, se apoderó, utilizando la fuerza del Estado, de las fincas representativas de la riqueza agropecuaria de Venezuela en las tres primeras décadas de la era petrolera. Plantaciones como Chuao, enormes superficies que se extendían desde Choroní hasta Carayaca y penetraban en los Valles de Aragua, fueron adquiridas por él. Esto, por vía del peculado, haciendo prevalecer la fuerza y la corrupción. Este es solo un aspecto del problema para comprender como se había fortalecido la posesión latifundista de la tierra en las primeras décadas de la era petrolera. En efecto, en 1920, el 85% de la tierra estaba controlada por el 8% de los propietarios. El resto, como se iría observando, fueron pasando a manos de las principales compañías petroleras en condición de concesiones.
Para Maza Zavala, el papel de la agricultura y de la explotación petrolera en la economía nacional se reflejó a través de los siguientes datos: en 1913 la exportación de café representaba el 59.1% del total y el cacao el 17.9%. Ésta situación se modificó radicalmente en 1926 cuando la importancia del café en el comercio exterior disminuyó al 25.9% y el cacao al 4.9%. En esta última fecha la exportación de petróleo y sus derivados comprendían el 64.2%. Esta tendencia se fue acentuando en los años posteriores. En 1936 el café había descendido al 5.2%, mientras que el petróleo llegó a abarcar el 90.1% de las exportaciones venezolanas. Por entonces, la situación de la agricultura era crítica debido al constante descenso de los precios en el marco de la gran depresión.
Para 1945 se intenta lanzar la primera Reforma Agraria del siglo XX en Venezuela, sin embargo, esta se ve frustrada debido al golpe militar dado a Medina Angarita el 18 de octubre de 1945, rompiendo de esta manera el primer intento a gran escala de una política destinada al desarrollo del sector agrícola, con la cual se prometía inducir los cambios sociales que promovían la distribución de la tierra como mecanismo de incorporación al proceso productivo del país a las masas desprotegidas y marginadas que se estaban formando con los campesinos desterrados e imposibilitados al trabajo agrícola. La Comisión Preparatoria de la Ley Agraria de ese año, informaba que 30.500 propietarios, grandes, medianos, y pequeños controlaban más de dos millones de hectáreas de tierras aptas para la agricultura, excluyendo las haciendas incorporadas al patrimonio nacional. Según Brito Figueroa, esta relación arrojaba un promedio de aproximadamente unas 6.000 hectáreas por propietario; de esos dos millones y un poco más de hectáreas, solamente estaba en situación de cultivo el 25%.
A la mitad del siglo XX, la agricultura se encontraba en una importante crisis, nada había cambiado en el campo de forma radical o sorprendente. Mientras el campesino común quedaba excluido de todos los planes de desarrollo agrario, el sector se encontraba dominado por el poder empresarial de los terratenientes fortalecidos por las inversiones de capital público. En el marco de este inminente colapso, en febrero de 1960 se lanza la Ley de Reforma Agraria, como una política populista de soporte, la cual establecía un nuevo marco legal para el funcionamiento del sector agrícola. La ley, por una parte, establece el Instituto Agrario Nacional (IAN), agencia adscrita al Ministerio de Agricultura y Cría (MAC) y por otro lado, planteaba la regularización del mercado de la tierra y una relativa redistribución de los activos de tierra y agua en beneficio de los potenciales agricultores, y en detrimento de los propietarios ausentistas.
Según Alberto Micheo, La Reforma Agraria en Venezuela fue un fracaso económico y social, pero ha sido un éxito político. Fue elaborada como un instrumento para frenar la creciente presión social en el campo a la caída de Pérez Jiménez. A partir de 1958 había un amplio electorado campesino al que había que ofrecer tierras para calmar la sed acumulada por siglo y medio de engaño y promesas frustradas.
Y no podría ser diferente, un mercenario de la política como lo era Betancourt, entendió que en las masas populares más necesitadas, es decir, los campesinos, se encontraba ese grueso de la sociedad a la cual se debían direccionar todas las políticas gubernamentales. Comprendió perfectamente el proceso histórico que vivía, y vio en el campesino el sujeto de cambio y de transformación de una Venezuela que apenas salía de una dictadura atroz. Por ello, estructuró un amplio andamiaje a partir de una mentira llamada Reforma Agraria, y cautivó los corazones de un pueblo necesitado. La promesa de financiamiento al campo, y de entrega de tierras ociosas a campesinos desterrados, era la política mesiánica que se necesitaba para el momento. A. Micheo, dice al respecto que las invasiones de tierras se producían con una frecuencia no exenta de peligrosidad. Había que encauzar la dotación de tierras antes de que madurara el proceso organizativo de lucha por la tierra y se desatara la espiral de la violencia. Nada podía temer más Betancourt que una espiral de violencia, y menos con actores como los campesinos, pobladores de un espacio tan atractivo para las guerras de guerrillas que, vale decir, se empezaban a fraguar para el momento en el país y tomaban, por su ubicación estratégica, los campos venezolanos como zonas de operaciones.
A lo largo de toda la “democracia” puntofijista el panorama no tuvo mayores cambios. El paisaje agrícola mantuvo sus características generales. Aun cuando se vivió el llamado periodo de la Venezuela Saudí, no se estableció algún polo de desarrollo agrícola verdaderamente importante, con aportes sugerentes al PIB. Y entre los pocos que se edificaron, la mano del campesino, históricamente golpeado, no estaba metida.
Fue para el año 2001, en el marco de la puesta en marcha de un gobierno revolucionario, bolivariano y socialista, que el panorama sufrió una leve transformación. En el 2001 se decreta la Ley de Tierras y Desarrollo Agrario, cuyo objeto fue el de establecer las bases para el desarrollo rural integral y sustentable, debido a que de esta manera se podía incrementar la productividad de la tierra, su distribución justa y la eliminación del latifundio. La promulgación de la Ley de Tierras y Desarrollo Agrario permite la creación del Instituto Nacional de Tierras, el Instituto Nacional de Desarrollo Rural, la Corporación Venezolana Agraria, la Fundación de Capacitación e Innovación para Apoyar la Revolución Agraria, y el Fondo de Desarrollo Agropecuario, Pesquero, Forestal y afines. Este último, posteriormente sería liquidado para darle nacimiento a la primera institución de apellido socialista de la revolución, el Fondo para el Desarrollo Agrario Socialista.
De la mano con la promulgación de esta ley de tierras, se promueven también las nuevas formas de organización social, con lo cual se va creando el protagonismo político de los campesinos y campesinas que hasta ese momento se encontraban en el lado oscuro de la historia.
Todos estos procesos se sustentaron en la visión y sueño del general del pueblo soberano, el inmortal Ezequiel Zamora. Este gran hombre de nuestra historia patria, fue quien proclamó el grito de la Federación el 20 de febrero de 1859, volviendo a enarbolar el ansia igualitaria que el pueblo venezolano había demostrado a través de gestas heroicas de lucha, entra las cuales se enumeran la de los Comuneros de los Andes, la de José Leonardo Chirinos, Gual y España, la de Francisco Javier Pirela, José Francisco (el indio) Rangel y las insurrecciones de esclavos con Boves a la cabeza. Fue Zamora quien intentó darle respuesta a los problemas que la independencia dejó sin resolver. La desigualdad, la esclavitud, cientos de hombres sin tierra y hogar, y el abuso del poder, son elementos que impulsaron al joven Zamora a la lucha por las causas de los desamparados y humildes del campo venezolano.
Zamora, ayer y hoy, representaba los genuinos intereses de las masas campesinas, los desposeídos; su guerra era una guerra contra los poderosos y los oligarcas en general que ayer, y también hoy, han intentado subyugar al más bajo nivel material y espiritual a nuestros hombres, mujeres y niños del campo.
El espíritu altivo y revolucionario de Zamora, fue el sustento teórico y místico de la reforma agraria de Hugo Chávez. Nunca antes, luego de que la vida de Zamora fuese arrebatada por un disparo aquel nefasto 10 de enero de 1860, se había escuchado con tanta fuerza y compromiso el grito de “tierras y hombres libres”. Las banderas de ¡guerra al latifundio!, con su esencia bien arraigada en el pueblo campesino, volvieron a cubrir el paisaje venezolano.
Hoy el campo se levanta manteniendo muchas de esas necesidades históricas, resistiendo y pujando por una realidad apremiante, al borde siempre del colapso existencial. Mucho se ha avanzado en esta última década, instituciones como Fondas, que justo hoy cumple su aniversario número cinco, ha cumplido un papel trascendental dentro de la justicia agraria, campesina, agro productiva; la voluntad política del presidente Hugo Chávez, fiel a sus raíces rurales, ha profundizado la transformación del campo, llevando a él la mecanización, la técnica, los implementos necesarios del todo-campesino. No obstante, una carencia acumulada en más de 500 años no pueden solventarse en 14 años. Aun hoy está el silencio en muchas zonas, el pie a media alpargata, la palma de la mano desteñida por el machete cortante. Es el campo ese tesoro en bruto, ese terreno inhabitado, inexplorado, en el cual subyace el color y la risa de toda una sociedad en angustia. Quedará para nosotros, los más jóvenes, hacer la parte aun no resuelta, y otorgarle al campesino y su campo lo que hasta ahora se le ha negado.
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@Franc_Ojeda