Me contó el viejo Jesús Hernández en El Totumo, cerca de Guaribe, que una vez los muchachos regaron un veneno para matar los insectos que atacan al ají, y el siguiente día él recogió una carretilla llena de pajaritos muertos, y les dijo a los muchachos muy molesto: “Aquí no se riega otra vez ningún veneno, así no se siembre más”.
Bertha mi hermana , esposa de Jesús, siempre tenía su pequeño conuco donde cultivaba los aliños, hortalizas, frutas, hierbas medicinales, para el sostén de la casa y para algún amigo o familiar que estuviera necesitado, también tenía su troja, especialmente para el cilantro y el cebollín, ahí no se usaba ningún tipo de veneno.
Actualmente, como casi nadie siembra se requiere de hacer siembras extensivas de todos los productos agroalimentarios. Nos convertimos en sedentaristas, y ese potencial natural de cazador, criador, agricultor y recolector que nos dio la naturaleza la hemos perdido, y hemos engordado comiendo hamburguesas y perrocalientes con refrescos. Sólo un pequeño grupo de la población se dedica a trabajar para que los demás comamos. Muchas veces no tenemos ni idea de la gran cantidad de veneno que consumimos al comernos un tomate, un ají, un pimentón, un durazno, aveces ni los lavamos; siempre les digo a mis sobrinos que permanecen en el campo, que al menos mantengan el conuquito que dejó Bertha, para que no se envenenen como lo están los que viven en las grandes ciudades, que están hartos de agrotóxicos, y nos alegramos diciendo que somos vegetarianos o que comemos frutas para estar más sanos.
Conocí muchas semillas que se han perdido. Aunque salí del monte cuando estaba pequeño, me he mantenido siempre en contacto con los campesinos como yo. Por ejemplo, recuerdo que mi papa Olegario Martínez, agricultor vergatario, me mostró la mata de quinchoncho de bejuco, también conocí el maíz rojo, me enseñó que en los conucos las matas de granos como las caraotas pintadas, el frijol de bejuco, que tampoco lo he visto mas nunca, se enrollaban en las matas de maíz, y después que se cosechaba el maíz venía la cosecha de granos, pero también había en ese mismo conuco auyama, berenjena, ocumo, batata, entre muchas más que han desaparecido. Las matas de bejuco se sembraban en creciente y las demás en menguante, así la luna aportaría cosechas abundantes, y el primero de enero se tomaban las cabañuelas para saber qué tan bueno sería el invierno ese año.
Una vez llegó un rico llamado Bocalandro y le compró todo a mi papa, porque se unieron dos veranos y las cosechas fueron muy malas, además cuando eso no había ningún apoyo para el agricultor, y le metían en la cabeza que los muchachos debían estudiar para que fueran “alguien en la vida”, entonces fue cuando nos mudamos, y después toda la familia y vecinos se fueron con nosotros a fundar ese nuevo mundo. Cuando nos fuimos de Río Viejo para Mariara, dejamos parte de la vida en esos rastrojales, allá quedó enterrado mi hermano Diógenes que no conocí, en mi casa se sembraba de todo, la comida sobraba, y hasta tabaco para mascar se curaba, Julio que era un hombrecito era el encargado de llevarle la comida a los trabajadores y se quedaba escuchando a Martín Valiente con ellos, mi papá lo regañaba cuando lo descubría.
Lo cierto es que en Mariara también fundamos un conuco en el barrio Mariscal Sucre, los vecinos no entendían que vaina era esa, porque ahí ya los conucos habían dejado de existir hacía tiempo, criábamos gallinas, cochinos; julio y Alexander araban a puro pico la pequeña parcela. Martica, Raquel, Beatriz y mi mama pilaban y molían. Recuerdo que mi papa se trajo siete sacos de tusa para limpiarse al cagar en el monte, julio o Nicolás siempre lo llevaban a toda hora, cuando eso en Mariara el único malandro era Luquitas, y Edgard Paniagua que de vez en cuando nos robaba una gallina.
Un día Lolo, un muchachito vecino, al mandarlo la maestra a hacer un dibujo de la cosa que más le gustara en la vida, dibujó a mi papa, con oreja mocha y todo, matando un cochino, la maestra por supuesto le puso cero uno. Después los más pequeños fueron aprendiendo los oficios de la ciudad, unos nos metimos a vagos, Teterito inventó ser chatarrero, buhonero, y así todos nos amoldamos al nuevo modelo, Nicolás se hizo camionero de unos vendedores de corotos que todavía lo joden, Ramoncito, mi sobrino, fue un gran soldador y trabajador incansable; cuando estaba en sexto grado la maestra le asignó un trabajo de ciencias, y él con un tobo de agua con sal y pinzas soldó un pupitre que estaba dañado, la maestra también lo raspó con cero uno.
Por ahí conocimos a Gino, negrin, Braulio, Violeta, Ramón Mendoza, Juan Pablo, entre otros desterrados, y armamos la parranda. En la pequeña sala de la casa rural mal hecha por los gobiernos adecos y copeyanos, a veces dormían hasta veinte conspiradores que le tiraban piedras al gobierno, mi papa Olegario un día les preguntó: ¿Dónde está la moral?, y ningunó contestó, se quedaron dormidos hasta que apareció el comandante Chávez, y aquí vamos palante con su morral.
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