Veo con preocupación que las “fuerzas oscuras” de la oposición, también agazapadas dentro de la Revolución están actuando, envenenando y distorsionando la consciencia de los jóvenes para usarlos en la generación de la violencia estudiantil y lo mas triste del caso es que esas “fuerzas oscuras” usan como estandarte el “tercer motor”: Moral y Luces, para ocultar sus mezquinos intereses que no son otros que infiltrarse en el cuerpo de la revolución, aparentando ser mas revolucionarios que nuestro mismo Presidente, cuando todos conocemos su historial de inmoralidad y corrupción practicado sin vergüenza en los tiempos de la cuarta república. El Tema de la violencia estudiantil en nuestro estado está creando gran inquietud y mueve a la búsquela de explicaciones y soluciones, que no deben ser solo manifestaciones del momento, sino que el problema debe ser tratado en profundidad, no con escuetas y momentáneas mesas de trabajo o con simples “Reflexiones”; es necesario desenmascarar a los verdaderos culpables.
La violencia estudiantil tiene que ser tratada con sutileza, equilibrio e inteligencia; de poco sirve las salidas precipitadas, que obedecen más a las exigencias del momento publicitario que a los desafíos sociales que enfrenta el país. Esa violencia es parte de un problema mucho más amplio: el de los jóvenes. Pero este, a su vez, no puede ser desligado de otro que lo abarca: el problema de los adultos. ¿Cuáles son las normas de convivencia y los valores que los adultos ofrecen a sus jóvenes? ¿Cuál es la sociedad que estos han legado —o, más bien, están legando— a aquéllos? No se trata, obviamente, ni de una sociedad justa y equitativa, ni se trata tampoco de unos valores y normas que fomenten la tolerancia, el respeto a la dignidad de los demás o la solidaridad. Antes bien se trata de valores y normas totalmente opuestos a los apuntados: la competencia voraz, la ambición desmedida, el abuso sobre los más débiles, el fanatismo y el “sálvese quien pueda”. No hemos sabido organizar una sociedad en la que las nuevas generaciones no sólo se sientan acogidas, sino que también tengan opciones para una vida digna. Son los adultos, y entre ellos unos pocos docentes y algunos gobernantes, quienes propagan valores y normas contrarias a la convivencia pacífica y al respeto a los otros. Son ellos los que promueven la doble moral, que tanto daño ha hecho a la convivencia social en el país: condenan y profieren improperios contra todo aquello que consideran o juzgan como “malo”, pero no dudan en asumirlo cuando creen que nadie los ve. Esa doble moral los lleva a pretender ser el “modelo” a seguir por los jóvenes, olvidando que éstos ni son ciegos ni tontos. Son los adultos los que no respetan el derecho de los jóvenes a ser tales, con los riegos y peligros que ello supone. Absurdamente, pretenden que éstos se ahorren la experiencia de equivocarse y, con ello, de hacerse mayores de edad. El discurso proferido de los adultos es evitar que los jóvenes repitan sus errores de juventud; lo que sucede es que los errores no los cometieron siendo jóvenes, sino siendo adultos. Y, lo peor de todo, es que muchos de los que quieren “proteger” a los jóvenes, ni supieron protegerse a sí mismos, ni han sabido cuidar del país que los vio nacer, ni de las Instituciones que los albergan. Y por supuesto son los adultos los que han mezclado todo en el problema de la juventud: han mezclado rebeldía juvenil con delincuencia, tatuajes con marcas, sexualidad con inmoralidad y música con perversión, todo ello con un halo de moralidad que divide las cosas en buenas y malas —asociando lo bueno a un estilo de vida que sólo pocos humanos pueden cumplir: absoluta rectitud moral, control total de las pasiones, disciplina y sobriedad angelical, y limpieza y pulcritud en el vestir—.En suma, los adultos de ahora han olvidado que ellos fueron jóvenes, que los padres de muchos de ellos no tuvieron el tino para entenderlos —sobre todo, cuando tenían inquietudes políticas— y que eso los frustró. ¿Por qué tiene que ser distinta la situación de sus hijos? Definitivamente, no se puede pedir a los jóvenes que no lo sean; tampoco se puede impedir que piensen y decidan por sí mismos. En la misma línea, no se les puede exigir que se comporten según el patrón ideal de ciudadano —respetuoso de las leyes, solidario, tolerante, dedicado a los estudios, dispuesto a servir a los suyos—, cuando sus padres y profesores, así como las autoridades civiles, educativas y religiosas, representan muchas veces todo lo opuesto y cuando la sociedad en la que viven es poco acogedora para la mayoría de ellos.
Con violencia e impunidad sólo puede obtenerse repudio y rechazo. La actitud violenta encubre, con enojo, cualquier tipo de reclamo válido. Además, deteriora cualquier viso de legalidad a la protesta.
Los estudiantes debieran saberlo o los mayores que los acompañan, sean sus padres o no, debieran inculcárselo, porque es parte fundamental de cualquier reclamo.
La impunidad de un adolescente para lanzar una piedra a mansalva, aún con el peligro de herir a quien denomina su compañero, es una imagen que la sociedad en su conjunto quisiera ver desterrada para siempre.
Porque adolescentes con caras cubiertas, palos y bombas molotov no forman parte de una lucha estudiantil, sino que transforman a la violencia en un método de intimidación a sabiendas que la fuerza pública “no puede actuar” justamente por su condición de menores o “estudiantes”.
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