Un millón de muertos

En mi excitable juventud los acontecimientos políticos se precipitaron y su complejidad era tal que incitaban la fantasía y aumentaban la credulidad. Todo era posible, todo verosímil. La gente más discreta se sorprendió a sí misma haciendo extrañas cábalas o esforzándose por presentar hechos absurdos como reales y provistos de lógica. Raras personas escapaban a esta ley de contagio, y que el porvenir parecía pertenecer realmente a la “competencia pacífica entre las clases”. La comedia se presentaba, en medio de una algarabía. A juzgar por las apariencias, esta evolución no sólo habría de ser constante, sino que contribuiría, además, con el beneplácito de todos, a “remodelar” el mundo de un solo golpe, transformándolo en un vasto almacén de mercancías gobernado por los “fascistas”, en cuyos vestíbulos se depositarían por toda la eternidad bustos de los más ladinos usureros y de los funcionarios más sanguinarios.

Era, por supuesto, duro y decepcionante comprobar que muchos milicianos no hacían otra cosa que imitar a los burgueses, imitarlos en todo, instalándose en sus viviendas, comiendo y bebiendo lo que ellos, ¡usando los mismos perfumes! Y más decepcionante aún que cruzaran el cielo en vez de cometas, como ellos siempre desearon, pensamientos de muerte. Pero ¿quién encendió la mecha? Y sobre todo, ¿cuánto duraba un ciclón? La ley del hartazgo era una ley, tan imperiosa como la de la gravedad. Y cuando la tempestad hubiera amainado, ¿no compensarían las posiciones conquistadas? Se imponía ser objetivo y pensar, por ejemplo, en lo que trajo consigo la Revolución Francesa. ¡Cuántos prejuicios, hábitos de resignación, privilegios de clase, fantasmas, eliminados para siempre! En esta ocasión se trataba de acabar con la constante amenaza que significaban para la nación el báculo y la espada.

En efecto, a primeros del año 1937, había combatientes alemanes en ambas zonas, italianos y franceses e ingleses y estadounidenses y belgas. Y seres solitarios procedentes de las más alejadas comunidades del planeta. España se convirtió en plataforma. El río de sangre era ¡hasta qué punto!: español; pero mil arroyuelos exóticos confluían en él. Sí, era verdaderamente injusto acusar a los círculos gubernamentales de la República Española, responsabilizándolos de haber provocado una guerra que, de otro modo, se habría podido quizás, “evitar”. La guerra no era inevitable, acaso se la habría podido aplazar por un año más o por dos a lo sumo.

Durante muchos años y de la manera más desdichada, la “Social Democracia Europea” y la Finanza Internacional, habían estado agitando el ambiente a favor de una guerra contra la U.R.S.S., financiando al nazismo y al fascismo. La estupidez política de los gobiernos de los países llamados “democráticos”, estimulados por el mero propósito de mantener la paz dejaron escapar el instante más favorable para la acción y se comprometieron en una alianza destinada a amparar la “paz del mundo”, convirtiéndose a la postre en las víctimas de una coalición universal que al imperativo de conservar la paz a toda costa opuso la firme determinación de provocar una guerra mundial.

Y así se continuó de un año para otro, el horror había sustituido al romanticismo del combate. El entusiasmo se enfrió gradualmente y la exuberancia se anegó en la agonía de la muerte. Llegó una época en que todo individuo debía luchar entre el instante de la propia conservación. Mientras la pugna deje de adoptar la forma de una agresión a favor de un nuevo concepto intelectual, cualquier intento de combatir una teoría por medio de la fuerza terminará indefectiblemente en un fracaso. La fuerza bruta, persistente y despiadada, sólo puede provocar una decisión por medio de las armas a favor del bando que se apoye en ellas.

“Dijo después Caín a su hermano Abel: Salgamos afuera. Y estando los dos en el campo, Caín acometió a su hermano Abel y le mató”. (Génesis, 4, 8.)
¡Gringos Go Home! ¡Libertad para los antiterroristas cubanos Héroes de la Humanidad!
¡Chávez Vive, la Lucha sigue!
¡Patria Socialista o Muerte!
¡Venceremos!


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Manuel Taibo


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