En una economía protegida, como en la que hemos vivido durante los últimos sesenta años, ni el crecimiento ni la estructura financiera de las empresas tenían importancia vital. Lo esencial era que la economía nacional, apoyada por las importaciones, fuese capaz de lograr una producción de acuerdo con las necesidades. Era, ante todo, cuestión de equilibrio. La mayor parte de las inversiones consistían en simples renovaciones de créditos del Estado que nunca pagaban, (depositaban los dólares en sus cuentas personales) y era casi indiferente que el “empresario” recurriese o no a fuentes exteriores de financiación y, en particular, al crédito. Acostumbrados a esa economía, no concedíamos suficiente importancia a la estructura financiera de nuestras empresas y menos a su capacidad de producción.
Por el contrario, en una economía móvil, caracterizada por la rapidez del progreso técnico y por la acuidad de la competencia, el valor de la empresa y su capacidad de réplica dependen no tanto de sus fábricas y de sus máquinas, como de elementos inmateriales, es decir, su balance, su poder creador y su organización comercial. Tan cierto es esto que, actualmente, las pocas empresas existentes en el país se encuentran como estranguladas por una carencia de tecnología e inversiones. Los “empresarios” viven de los dólares de Cadive y de la corrupción de los funcionarios encargados de esa institución pública. (Mejor dicho, ¡cuánto hay pa’eso!)
Nuestras empresas de producción, cuya situación actual parece aún “relativamente favorable”, son, en el fondo, empresas que han renunciado implícitamente a renovarse y aumentar la producción. Estas empresas, entre las cuales hay muy necesarias, (la producción alimentaria, medicamentos, confección textil y calzados) tienen una estructura financiera demasiado débil para un crecimiento de producción cónsono a las necesidades de la demanda del país. Estos defectos de estructura financiera tienen, a corto plazo, pocas consecuencias en la evolución de su cifra de venta. Esta historia dependerá, de los hombres que la hagan. Pero eludir este riesgo es privarse, de manera absoluta, de toda posibilidad de acción eficaz frente al desafío de la burguesía. Negar las condiciones mínimas necesarias a una política económica, es no tener ninguna política económica, o sea, hacer directamente el juego de la potencia dominante y someterse a su estrategia.
En la actualidad, Venezuela se encuentra gravemente retrasada en los cuatro o cinco grandes campos del futuro. En estos terrenos, es indudable que debe unir y concentrar sus medios de investigación y de desarrollo. Pero, a largo plazo, la política industrial sólo puede tener probabilidades de éxito en la medida en que se apoye en una infraestructura eficiente y dinámica, de empresas bien dirigidas. El primer problema de una política industrial consiste, pues, actualmente, en facilitar la selección de varias empresas que, después de haber alcanzado una dimensión suficiente, serían las más aptas para situarse en primera fila en sus respectivos sectores. Los tecnócratas, por muy calificados que estén, no tendrán jamás la autoridad necesaria para hacer prevalecer un interés superior a los intereses particulares. Para que se fortalezca la voluntad de éxito, se necesitarán dirigentes (probos) elegidos, capaces de movilizar la opinión y de apelar a las reservas de vitalidad del pueblo por encima de las “elites conservadoras”.
Jamás en nuestro país, hasta la llegada de Chávez, han sido tomados en cuenta estos valores tan preciosos como en una época en que se pone de manifiesto la inmensidad de los recursos contenidos en el hombre y la mujer y, por ende, el fracaso histórico a que conduce su subdesarrollo. Sólo un acto político podría liberar nuestra actitud, prisionera de una mentalidad estrecha y anacrónica, canalizando nuestros esfuerzos hacia la unificación, única fórmula que por basarse en la regla de las mayorías y es propicia para la acción, para la difícil gestión que hemos de realizar colectivamente a fin de adecuar nuestras estructuras a los imperativos de un mundo que no sólo exige un cambio de dimensión, sino una rectificación sustancial del sentido de los esfuerzos.
—Venezuela muestra en los últimos años, un crecimiento impresionante de la población urbana. Y este crecimiento irá acompañado de una demanda apremiante de progreso en el consumo y en la educación. Cada elevación en el nivel de educación, se convertirá, generalmente, en una elevación del poder adquisitivo. La inversión en educación, debe seguir incrementándose en progresión geométrica, planteando así toda clase de problemas que no podrán resolverse sin una ayuda amplísima por parte del Estado. Esto sería imposible sin el invento de nuevos métodos de educación, y esta necesidad será, indudablemente, la más urgente de todas.