Más que al amor por el desorden y la anarquía, con las consecuentes derivaciones de por medio del saqueo de los bienes del Estado por los funcionarios públicos; los venezolanos nos hemos mostrado muy sumisos ante el despotismo. En toda nuestra historia no existe una insurgencia popular contra un déspota que se haya producido antes de que éste pierda su fuerza como consecuencia de la rivalidad o cambio por otro sistema político.
Exceptuando los estudiantes que con su entusiasmo, impetuosidad e idealismo juveniles sí se han atrevido a manifestar su inconformidad con la “tiranía de la dictadura”, y algunos intelectuales que por su misma condición son fácilmente aventados del país o sometidos, el pueblo propiamente dicho permanece sumiso y tranquilo. Por lo general, fuera del atropello y abuso de subalternos que no dejan también de producirse en los “sistemas democráticos”, la masa popular no sufre las consecuencias de la pérdida de unos valores formales de una libertad que no ejercía o ejerce.
Si tal fenómeno se produce en las clases humildes y medias de la sociedad, mayor aún es la docilidad y abyecto acatamiento que demuestra la burguesía. El pueblo demuestra su sometimiento en manifestaciones y aclamaciones multitudinarias a los gobernantes, pero aquellas otras no tienen empacho en dejar constancia escrita testimonial del suyo. (abril 2002) Para no tener que hurgar en nuestro pasado histórico, esgrimiremos como ejemplo uno de los más recientes: el del 23 de enero de 1958.
Esa fecha, precisamente génesis de la “democracia adeco-copeyana”, nos revela que tanto los elementos más representativos de la sociedad caraqueña, incluyendo los intelectuales, como su pueblo, no se manifestaron sino después de la sublevación militar del Primero de Enero, cuando el régimen empezó a tambalearse, y por presión castrense fueron destituidos el Ministro del Interior y sobre todo el Jefe de la Seguridad Nacional. Posterior a ese cambio en la estructura represiva, fue cuando la pequeña burguesía salió a la calle a tocar la corneta de los carros. Por su parte, los barrios empezaron a movilizarse solamente después de haber oído por la radio que el dictador había huido.
Todos los años, como en ritual que poco a poco ha ido fosilizándose, se cuentan nuevas historias no conocidas en los años anteriores. El relato fue ampliándose y rompió sus viejos moldes para invadir el campo del video, como si requiriera nuevos medios expresivos para convertir en inalterable una nueva versión de la “Venezuela Heroica” del siglo XX, que empaña ya los relatos forjados por Eduardo Blanco en el pasado. Así también se enriquecía la vieja mitología griega y romana cada vez que un nuevo autor de fecunda imaginación narraba diferentes y novedosas versiones de las hazañas de sus dioses y héroes.
Con el tantum ergo de una nueva religión, la palabra democracia “adeco-copeyana” adquirió virtudes taumatúrgicas. Se creyó que sólo por medio de su aplicación podríamos encontrar remedio a nuestros males. Era una panacea milagrosa gracias a la cual podrían construirse un millón y medio de viviendas para una población que seguía viviendo en condiciones casi infrahumanas; ella proveería la asistencia médica y sanitaria requerida por una infancia abandonada y desvalida; construiría los acueductos, cloacas, vías de comunicación necesarias y sobre todo, como portento regenerador, haría que los mandatarios venezolanos “administrarán honesta y eficientemente los recursos nacionales”. No importa que el milagro no se produzca. Al igual que los cristianos confiados en el agua bendita y la fuerza de la oración, o aquella espera de los comunistas de la inminente Revolución Mundial, la fe perduraba en el pueblo venezolano, y cada 5 años depositaba su esperanza en un nuevo mesías que le deparara la bienaventuranza.
Constituye un error de apreciación política e histórica considerar la explosión popular del 27 de febrero de 1989 como un simple acto de pillaje incontrolado o reducir sus causas al anuncio de las primeras medidas del plan de ajuste económico. Hubo pillaje y el pretexto inicial fue la protesta por el alza en los precios del transporte colectivo, pero en realidad el 27 de febrero fue la culminación visible de un proceso de desajuste social que comienza a ponerse en evidencia en 1977 cuando el gobierno acuerda el desaceleramiento en la ejecución de varios de los programas, (entre ellos el ta’barato dame dos) anuncia la determinación de suspender obras ya comenzadas y trata de reducir los grandes gastos administrativos de sus primeros años. La forma como esas medidas empiezan a detectar el nivel de la vida de las grandes concentraciones de trabajadores que se acumulaban en las barriadas de Caracas y de otras ciudades forma una de las fuerzas iniciales de esa explosión.
Las proposiciones de reforma del Estado durante los gobiernos “adeco-copeyano” eran simples ejercicios de juristas y politólogos. Además la hábil manipulación de cifras por los ministros de Hacienda y la gente de Cordiplan sobre porcentajes del crecimiento económico y los informes relativos a las reservas fiscales (dólares que ellos robaban) era fórmula para saldar preocupaciones e ignorar el avance de la crisis que en 1989 iba a ser dramáticamente visible.
“Cuando las reservas morales de un pueblo no han sido destruidas, o surgen estas purificadas después de una gran catástrofe, basta una racha económica buena para ver el resurgimiento de una nación. En Venezuela la riqueza fácil y la abundancia han perdurado mucho tiempo y al haber caído el país en manos de un sistema político en el cual sus hombres y mujeres están identificados no solamente con la incapacidad, sino también con la corrupción y baja ralea moral, a falta de ese colapso regenerador, no podían vislumbrarse mecanismos de corrección capaces de enmendar el desastre”.
—Los pueblos deben ser implacables, y en especial con los que traicionan su confianza. No hay mayor crimen de un gobernante que la deslealtad, y en particular si todo cuanto tiene se lo deben a uno.