El nazi, general Pinochet

El general Augusto Pinochet y sus seguidores se refirieron siempre a los hechos del 11 de septiembre de 1973 no como un golpe de Estado sino como “una guerra”. Santiago de Chile, desde luego, parecía zona de guerra: carros blindados abrían fuego conforme avanzaban a través de los bulevares y los edificios del gobierno eran atacados por cazas de combate, Pero había algo extraño en esa guerra: sólo combatía un bando.

Desde el principio, Pinochet tuvo el completo control del ejército, la Armada, los marines y la policía. El presidente Salvados Allende, mientras tanto, se opuso que sus seguidores se organizaran en ligas de defensa, así que no disponía de ejército propio. La única resistencia procedió del palacio presidencial, La Moneda, y de los tejados a su alrededor, desde donde Allende y sus allegados intentaron con gallardía defender la sede de la democracia chilena. No se puede decir que fuera una lucha justa: a pesar de que en el interior del palacio sólo había treinta y seis defensores fieles a Allende, los militares lanzaron veinticuatro cohetes contra el palacio.

Pinochet, el vanidoso y volátil comandante (cuya constitución recordaba a la de los tanques en los que se desplazaban), claramente quería que el acontecimiento fuera lo más dramático posible. A pesare de que el golpe no fue una guerra, estaba diseñado para parecerlo, lo que lo convierte en una precursor chileno de la estrategia de conmoción. Difícilmente podría haber sido mayor. A diferencia de la vecina Argentina, que había sido dirigida por seis gobiernos militares en los cuarenta años previos, Chile carecía de experiencia en ese tipo de violencia: había disfrutado de 160 años de pacífico gobierno democrático, los últimos 41 ininterrumpidos.

Ahora el palacio presidencial estaba en llamas y de él se sacaba el cuerpo amortajado del presidente sobre una camilla mientras se obligaba a sus colegas más próximos a estirarse boca abajo en la calle bajo las bocas de los fusiles de los soldados. A pocos minutos en coche del palacio presidencial, Orlando Letelier, que acababa de retornar de Washington para tomar el puesto de ministro de Defensa de Chile, había ido a su despacho en el ministerio esa mañana. Tan pronto como entró por la puerta, doce soldados vestidos con uniforme de combate se echaron sobre él, todos apuntándole con sus ametralladoras.
En los años que llevaron al golpe, asesores gringos, muchos de ellos de la CIA, habían excitado el ánimo del ejército chileno, atizando un anticomunismo rabioso y persuadiendo a los militares de que los socialistas eran, de hecho, espías rusos, una fuerza ajena a la sociedad chilena, una especie de “enemigo interior” crecido en casa. Lo cierto es que fueron los militares los que se convirtieron en el auténtico enemigo doméstico, dispuestos a volver sus armas contra el pueblo que habían jurado proteger.

Con Allende muerto, su gabinete cautivo y sin indicios de que fuera a haber resistencia popular, la gran batalla de la Junta Militar había terminado a media tarde. Letelier y los demás prisioneros “VIP” fueron al final trasladados a la gélida isla Dawson, en el sur del estrecho de Magallanes, la versión pinochetista de los campos de concentración siberianos. Pero matar y encarcelar al gobierno no era suficiente para la nueva Junta Militar chilena. Los generales estaban convencidos de que sólo podían retener el poder si lograban que el pueblo chileno vivieran completamente aterrorizados, como había pasado con el pueblo de Indonesia. En los días que siguieron al golpe, unos trece mil quinientos civiles fueron arrestados, subidos a camiones y encarcelados, según un informe de la CIA recientemente desclasificado. Miles acabaron en los dos principales estadios de fútbol de Santiago, el Estadio de Chile y el enorme Estadio Nacional. Dentro del Estadio Nacional, la muerte reemplazó al fútbol como espectáculo público. Los soldados paseaban entre las gradas al sol acompañados de colaboradores encapuchados que señalaban a los “subversivos” entre los detenidos; los seleccionados eran enviados a los vestuarios o a los palcos, transformados en improvisadas cámaras de tortura. Cientos fueron ejecutados. Cuerpos sin vida empezaron a aparecer en las cunetas de las principales carreteras o flotando en mugrientos canales urbanos.

Para asegurarse de que el terror se extendía más allá de la capital, Pinochet envió a su comandante más despiadado, el general Sergio Arellano Stark, en helicópteros en una misión en las provincias del norte para visitar una serie de prisiones en las que se retenía a “subversivos”. En cada ciudad y pueblo, Stark y su escuadrón de la muerte itinerante escogían a los prisioneros de perfil más alto, a veces hasta veintiséis a la vez, y los ejecutaban. El rastro de sangre que dejaron durante esos cuatro días se conocería como la caravana de la muerte. Al poco tiempo la comunidad entera había captado el mensaje: la resistencia es mortal.

A pesar de que la batalla de Pinochet sólo tuvo un bando, sus efectos fueron tan reales como cualquiera guerra civil o invasión extranjera: en total, más de 3.200 personas fueron ejecutudas o desaparecieron, al menos 80.000 fueron encarcelados y 200.000 huyeron del país por motivos políticos.

Cuando Pinochet murió en diciembre de 2006 a la edad de noventa y un años, se enfrentaba a múltiples intentos de llevarlo a juicio por los crímenes cometidos bajo su mandato: desde asesinatos, secuestros y tortura a corrupción y evasión de impuestos. La familia de Orlando Letelier llevaba décadas tratando de llevar a Pinochet ante la justicia por el atentado de Washington y de abrir el caso en Estados Unidos. Pero la muerte le dio al dictador la última palabra. Le permitió escapar a todos los juicios y que se publicase una carta póstuma en la que defendía el golpe y el uso del “máximo rigor” para impedir una “dictadura del proletariado… ¡Cómo quisiera que no hubiese sido necesaria la acción del 11 de septiembre de 1973!”, escribió Pinochet. “¡Cómo hubiera querido que la ideología marxista-leninista no se hubiera interpuesto en nuestra vida patria!”

¡Chávez Vive, la Lucha sigue!



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Manuel Taibo


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