Los primeros años de la revolución fueron de esplendor. Años de efervescencia popular, de entusiasmo y espontaneidad. Ímpetu marcado por la personalidad y la voluntad indomable de Chávez, por su irreverencia hacia el poder y su lenguaje fresco.
La democracia representativa formal y sin contenido le dio paso a una de mayor aliento como lo fue la democracia participativa y protagónica. La nueva Constitución, en sus propósitos e intenciones, entusiasmaba, al igual que la reestructuración profunda del poder judicial o la idea novedosa de las misiones sociales, con el invaluable apoyo de la revolución cubana. Eran tiempos de imaginación y creatividad. Luego empezaron a llegar los tiempos de sombra.
Lejos en el recuerdo quedaron “el ALCA… ALCArajo”, el “¡Huele a azufre!” de la ONU, el lenguaje desenfadado. Ahora el lenguaje de nuestro liderazgo político se asemeja – es casi idéntico – al lenguaje de nuestros adversarios ideológicos. Prevalece la superficialidad y la banalidad. Nuestros líderes desoyen el grito que les diera el pueblo el 6D. Languidecen en su ceguera. Los mismos lugares comunes, las mismas frases huecas, las mismas repeticiones aburridas inundan las declaraciones y los discursos. Las ideas están en quiebra. Se cuestionan, de memoria, los valores capitalistas y no vemos que todos nuestros métodos, criterios y formas son absolutamente capitalistas. Reivindicamos las movilizaciones de calle y obviamos que están repletas de funcionarios públicos y autobuses. Se derrocha dinero, en interminables concentraciones, dinero que debería ser utilizado en ayudar al pueblo en sus necesidades. Mostrar qué hacemos, no hacer realmente, pareciera ser la norma de gobierno. Los burócratas y los farsantes pululan por doquier.
Ni que hablar de la corrupción. Lo que sobrepasa nuestra indignación, y deja en evidencia nuestro letargo moral, es el lenguaje fatuo e insustancial que fluye sin que le hagamos resistencia. ¿Debemos aceptar lo que se nos da hecho sin análisis, ni crítica?
Los “hijos de Chávez” parecen más bien “hijos de Miquilena”, en su nefasta y degradante concepción de la política, una política de la tecnología del poder por el poder, y no de la dimensión moral de ella. ¡Cuán lejos estamos de la pasión y el vigor de Chávez!