En aquel invierno de 1989 tan repleto de acontecimientos, tuvo lugar también una especie de encuentro que reactivó a los adheridos a esa particular cosmovisión. Su lugar de celebración, como no podía ser de otro modo, Fue la Universidad de Chicago y el motivo que lo propició fue un discurso de Francis Fukuyama titulado “Are we Aproaching the en of Historiy”. Según Fukuyama, a la sazón uno de los principales encargados de la política del Departamento de Estado de Estados Unidos, la estrategia de los partidarios del capitalismo sin limitaciones era obvia: no discutir con los miembros del sector de la tercera Vía, sino declararse victoriosos de antemano por si acaso. Fukuyama estaba convencido de que no debían abandonarse las posturas extremas, ni hablar de combinar lo mejor de dos mundos, ni tratar de buscar un acuerdo intermedio. La caída del comunismo, según explicó al público allí asistente, no nos estaba conduciendo “a un fin de la ideología” ni a una convergencia entre capitalismo y comunista, sino a una victoria sin paliativos del liberalismo económico y político”. Lo que había llegado a su final no era la ideología, sino “la historia como tal”.
La charla había patrocinada por John M. Olin, uno de los más veteranos financiadores de la cruzada ideológica de Milton Friedman y costeador, también de la explosión de think tanks de orientación derechista. Las sinergias eran las adecuadas, ya que Fukuyama no estaba haciendo que repetir una vieja afirmación Friedmanita: que los mercados libres forman un proyecto conjunto inseparable. Fukuyama llevó esa tesis a un nuevo y más audaz territorio a sostener que los mercados desreguladores de la esfera económica, combinados con la democracia liberal de la esfera económica, combinados con la democracia liberal de la esfera política, representaban “el punto final de la evolución ideológica de la humanidad y la forma definitiva de gobierno humano”. De ese modo, democracia y capitalismo radical no sólo habían quedado fundidos entre sí, sino también con la modernidad, el progreso y la reforma. Quienes se oponían a la fusión estaban, además de equivocados, “anclados aún en la historia”, según expresión del propio Fukuyama, lo que equivalía a decir que se habían autodescartado para el rapto divino, puesto que todos los demás ya habían trascendido a un plano celestial “Pos Histórico”.
Aquel argumento constituía un magnífico ejemplo de la elusión de lo democrático en la que tanto esmero había puesto la Escuela de Chicago. Muy en el estilo de la privatización y el “libre comercio” que el FMI haría introducido a hurtadillas en nuestra América y en África bajo la tapadera de los programas de “estabilización” de emergencia. Fukuyama trataba de inyectar subrepticiamente el mismo tipo de (altamente controvertido) programa en la oleada prodemocrático que se alzaba desde Varsovia hasta Manila. Lo cierto, como bien observaba Fukuyama, era que existía un consenso emergente e irreprimible en torno a la idea de que todos los pueblos tienen derecho a gobernarse a sí mismo democráticamente, pero sólo en las fantasías más alocadas del Departamento de Estado podía entenderse que ese deseo de democracia viniese acompañado de un clamor ciudadano por sistema económico paralelo que eliminase las protecciones laborales y provocase despidos masivos.
Si en algo había verdadero consenso, era en que para los pueblos que dejaban atrás las dictaduras (tanto de derecha como de izquierda), la democracia significaba tener por fin voz en todas las decisiones importantes y no ver impuesta unilateralmente y por la fuerza la ideología de unos terceros. Dicho de otro modo, el principio universal que Fukuyama denominó “la soberanía del pueblo” incluía la soberanía de ese pueblo para elegir cómo distribuir la riqueza de su país y eso abarcaba tanto el destino de las empresas de propiedad estatal como la financiación de las escuelas y los hospitales. En todo el mundo, los pueblos estaban más que listos para ejercer sus poderes democráticos, que tanto esfuerzo les había costado conseguir, y para convertirse, al fin, en los autores de sus propios destinos nacionales.
En 1989, la historia estaba dando un giro excitante y estaba entrando en un período auténticamente abierto y repleto de posibilidades. De ahí que no fuese coincidencia que Fukuyama, desde su posición privilegiada en el Departamento de Estado, eligiera precisamente aquel momento para intentar cerrar de golpe el libro de la Historia. Tampoco fue casualidad que el Banco Mundial y el FMI escogieran aquel mismo año tan volátil para desvelar el llamado Consenso de Washington en un claro intento de poner freno a toda discusión y debate sobre cualesquiera, ideas económicas que no estuvieran guardadas dentro de la caja de caudales del libre mercado. Aquellas eran estrategias de contención de la democracia, destinadas a debilitar toda autodeterminación improvisada. Por tratarse ésta (entonces, como siempre) de la mayor amenaza para la cruzada de la Escuela Chicago.