¿Qué es el Cristianismo?

— ¿Y qué sino la incertidumbre, la duda, la voz de la razón, era el abismo, el gouffre terrible ante que temblaba Pascal? Y ello fue lo que le llevó a formular su terrible sentencia: il faut s’abétir, ¡hay que entontecerse!

Ese fatídico sufijo –ismo, cristianismo– lleva a creer que se trata de una doctrina como platonismo, aristotelismo, cartesianismo, kantismo, hegelianismo. Y no es eso. Tenemos, en cambio, una hermosa palabra, cristiandad, que, significando propiamente la cualidad de ser cristiano –como humanidad la de ser hombre, humano–, ha venido a designar el conjunto de los cristianos. Una cosa absurda, porque el pueblo mata la cristiandad, que es cosa de solitarios. En cambio, nadie habla de platonidad, aristotelidad, cartesianidad, kantianidad, hegelianidad. Ni hegelianidad, la cualidad de ser hegeliano, sería lo mismo. Es porque la cualidad de ser cristiano es la de ser Cristo. El cristiano se hace un Cristo. Lo sabía San Pablo, que sentía nacer y agonizar y morir en él a Cristo.

San Pablo es el primer gran místico, el primer cristiano propiamente tal. Aunque a San Pedro se le hubiese antes aparecido el Maestro (véase Couchoud: "Sobre el apocalipsis de Pablo", cap. II de Le Mystére de Jesús), San Pablo vio al Cristo en sí mismo, se le apareció, pero creía que había muerto y había sido enterrado (I Cor., XV, 19). Y cuando fue arrebatado al tercer cielo, no sabía si en cuerpo o fuera del cuerpo, pues esto Dios lo sabe –Santa Teresa de Jesús nos lo repetirá siglos después–, fue arrebatado al Paraíso y oyó dichos indecibles –es el único modo de traducir el antítesis muy del estilo de la mística agónica, que es la agonía mística–, que procede por antítesis, paradojas y hasta trágico juegos de palabras, juega con la Palabra, con el Verbo. Y juega a crearla. Como acaso Dios jugó a crear el mundo, no para jugar luego con él, sino para jugar a crearlo, ya que la creación fue juego. Y una vez creado lo entregó a las disputas de los hombres y a las agonías de las religiones que buscan a Dios. Y en aquel arrebato al tercer cielo, el Paraíso, San Pablo oyó "dichos indecibles" que no es dado al hombre expresar (II Cor,. 12, 2-5).

El que no se sienta capaz de comprender y de sentir esto, de conocerlo en el sentido bíblico, de engendrarlo, de crearlo, que renuncie no sólo a comprender el cristianismo, sino al anticristianismo, y la Historia, y la vida, y a la vez la realidad y la personalidad. Que haga eso que llaman política –política de partido– o que haga erudición, que se dedique a la sociología o a la arqueología.

No sólo con el Cristo, sino con toda potencia humana y divina, con todo hombre vivo y eterno a quien se conoce con conocimiento místico, en una compenetración de entrañas, ocurre lo mismo; y es que el conociente, el amante, se hace el conocido, el amado.

Cuando León Chestov, por ejemplo, discute los pensamientos de Pascal, parece no querer comprender que ser pascaliano no es aceptar sus pensamientos, sino que es ser Pascal, hacerse un Pascal. Y, por nuestra parte, nos ha ocurrido muchas veces, al encontrarnos en un escrito con un nombre, no con un filósofo ni con un sabio o un pensador; al encontrarnos con un alma, no con una doctrina, decirme: "¡Pero ¡éste he sido yo!" Y he revivido con Pascal en un siglo y en su ámbito, y he revivido con Kierkegaard en Copenhague, y así con otros. ¿Y no será ésta acaso la suprema de la inmortalidad del alma? ¿No se sentirán ellos en mí como yo me siento en ellos? Después que muera lo sabré si revivo así en otras. Aunque hoy mismo, ¿no se sienten algunos en mí, fuera de mí, sin que yo me sienten algunos en mí, fuera de mí, sin que yo me sienta en ellos? ¡Y qué consuelo en todo esto! León Chestov dice que Pascal "no lleva consigo ningún alivio, ningún consuelo" y que "mata toda clase de consuelo". Así creen muchos; pero ¡qué error! No hay consuelo mayor que el del desconsuelo, como no hay esperanza más creadora que la de los desesperados.

La cristiandad fue el culto a un Dios hombre, que nace, padece, agoniza, muere y resucita de entre los muertos para transmitir su agonía a sus creyentes. La pasión de Cristo fue el centro del culto cristiano. Y como símbolo de esa pasión la Eucaristía, el cuerpo de Cristo, que muere y es entregado en cada uno de los que con él comulga.

El supuesto cristianismo primitivo, el cristianismo de Cristo –y esto es más absurdo aún que hablar del hegelianismo de Hegel, porque Hegel no era hegeliano, sino Hegel–, era, se ha dicho mil veces, apocalíptico. Jesús de Nazaret creía en el próximo fin del mundo, y por eso decía: "Dejad que los muertos entierren a sus muertos", y "Mi reino no es de este mundo." Y creía acaso en la resurrección de la carne, a la manera judaica, no en la inmortalidad del alma, a la muerte platónica, y en su segunda venida al mundo. Las pruebas de esto pueden verse en cualquier libro de exegesis honrado. Si es que la exégesis y la honradez se compadecen.

Y en aquel mundo venidero, en el reino de Dios, cuyo próximo advenimiento esperaban, la carne no tendría que propagarse, no tendría que sembrarse, porque se moriría la muerte.

Cuenta el evangelio de San Mateo (XXII, 23-33) –y éste es un pasaje cardinal y esencial del cristianismo– que después que los fariseos tentaron a Jesús preguntándole si se debía o no pagar censo al César, al Imperio, y es cuando les dijo lo de "dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios", que en aquel día se le acercaron los saduceos –éstos no creían, como los fariseos, en la resurrección de la carne y en la otra vida– y le preguntaron diciéndole: "Maestro, Moisés dijo: Si alguien muriese sin tener hijos, su hermano se casará con su mujer y resucitará semilla para su hermano; había entre nosotros siete hermanos, y el primero se murió después de casado, y sin dejar semilla dejó su mujer a un hermano; lo mismo el segundo y el tercero, hasta los siete, y después de todos se murió la mujer. En la resurrección, ¿de cuál de los siete será la mujer, pues todos la tuvieron?" Y respondiendo Jesús, les dijo: "Erráis no sabiendo las Escrituras y el poder de Dios, pues en la resurrección ni se casan ni engendran, sino que son como los ángeles en el Cielo. Y no leísteis lo que acerca de la resurrección de los muertos hay escrito para vosotros por el Dios, que dice: Yo soy el Dios de Abraham y el Dios de Isaac y el Dios de Jacob. No es Dios de muertos, sino Dios de vivos. Y oyendo las turbas se asombraron de su doctrina."

Pero luego que murió Jesús y renació el Cristo en las almas de sus creyentes, para agonizar en ellas la fe en la inmortalidad del alma. Y ese gran dogma de la resurrección de la carne a la judaica y de la inmortalidad del alma a la helénica nació a la agonía de San Pablo, un judío helenizado, un fariseo que tartamudeaba su poderoso griego polémico.

En cuanto pasó la angustia del próximo fin del mundo, y vieron aquellos primitivos oyentes de Jesús, los que le recibieron con palmas al entrar en Jerusalén, que no llegaba ya el reino de Dios a la tierra de los muertos y de los vivos, de los fieles y de los infieles –"¡venga a nos él tu reino!", previó cada uno su propio individual fin de su mundo, del mundo que era él, pues en sí lo llevaba; previo su muerte carnal y su cristianismo, su religión, so pena de perecer tuvo que hacerse una religión individual, una relegio quae non religat, una paradoja. Porque los hombres vivimos juntos, pero cada uno se muere solo y la muerte es la suprema soledad.

Con el desengaño del próximo fin del mundo y del comienzo del reino de Dios sobre la Tierra, murió para con los cristianos la Historia: Si es que los primitivos cristianos, los evangélicos, los que oían y seguían a Jesús, tenían el sentido del espíritu de un Tucídides.

Lleva razón P. L. Couchoud al decir (Le Mystére de Jesús, págs. 37 y 38) que el Evangelio "no se da por una historia, una crónica, un relato o una vida. Se intitula Buena Nueva. San Pablo le llama Misterio (Romanos, x, 15-16). Es una revelación de Dios.

Pero esta revelación de Dios, este misterio, tenía que ser en adelante para ellos su historia. Y la historia es el progreso, es el cambio, y la revelación no puede progresar. Aunque el conde José de Maistre hablase con dialéctica agonía de "la revelación de la revelación."

La resurrección de la carne, la esperanza judaica, farisaica, psíquica –casi carnal–, entro en conflicto con la inmortalidad del alma, la esperanza helénica, platónica, neumática o espiritual. Y esta es la tragedia, la agonía de San Pablo. Y la del cristianismo. Porque la resurrección de la carne es algo fisiológica, algo completamente individual. Un solitario, un monje, un ermitaño puede resucitar carnalmente y vivir, si eso es vivir, sólo con Dios.

La inmortalidad del alma es algo espiritual, algo social. El que se hace un alma, el que deja una obra, vive en ella y con ella en los demás hombres, en la humanidad, tanto cuanto ésta viva. Es vivir en la Historia.

Y, sin embargo, el pueblo de los fariseos, donde nació la fe en la resurrección de la carne, esperaba la vida social, la vida histórica, la vida del pueblo. Como que la verdadera deidad de los judíos no es Jehová, sino es el pueblo mismo judío. Para los judíos saduceos racionalistas, el Mesías es el pueblo mismo judío, el pueblo escogido. Y creen en su inmortalidad. De donde la preocupación judaica de propagarse físicamente, de tener muchos hijos, de llenar la Tierra con ellos; su preocupación por el patriarcado.

De aquí la duda –dubium– y la lucha –duellum– y la agonía. Las Epístolas de San Pablo nos ofrecen el más alto ejemplo de estilo agónico. No dialéctico, sino agónico, porque allí no se dialoga, se lucha, se discute.

¡Chávez Vive, la Lucha sigue!



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Manuel Taibo


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