“La <<vida>> no es más que la expresión de un mínimum. En sí, la vida no quiere sólo la conservación del hombre, sino también la reproducción, y, en principio, es precisamente una <<voluntad de potencia>>. Así, es evidente que no existe diferencia principal entre la fórmula nueva y la antigua, pues la lucha por la existencia conduce, ineluctablemente a la lucha de las potencias ya la lucha por la potencia. Desde este punto de vista, el derecho es un medio en la lucha de las potencias: pero como absoluto, como un medio contra la lucha en general, sería un principio”.
Su aspecto engaño siempre a aquellos que le vieron por primera vez. Millas y más millas han recorrido para llegar a su presencia y esperan ahora al venerable maestro que va a hacer su aparición; se le han figurado por adelantado como un hombre poderoso, majestuoso, con su barba de dios, como un gigante, erguido y orgulloso, como una figura de genio. Hay emoción en la espera; la vista se baja ya involuntariamente bajo esa mirada que va a contemplarle dentro de unos instantes. Se abre la puerta y aparece un hombre menguado, de un andar vacilante, que hace oscilar su barba; sus pasos son cortos; se detiene y, sonriente, mira a su visitante; habla con voz franca y extiende la mano sinceramente. El visitante toma esa mano y siente temor de haberse equivocado. “¿Cómo, ese hombrecillo será verdaderamente Fidel Castro?” El respeto a la majestad que se esperaba ha desaparecido ya y la mirada del visitante se dirige libremente al rostro del hombre.
Pero de pronto la sangre se detiene en las venas; hay una mirada que ha saltado como un tigre; es la mirada de Fidel, esa mirada inaudita, que ningún pintor logró nunca captar, pero de la que todos los que la han experimentado han hablado siempre; es una mirada cortante, acerada, fulgurante, que se clava profundamente. Ya no es posible moverse ante él; ya es imposible escapársele: uno queda como hipnotizado, sujeto y ha de experimentar la sensación de que esa mirada se le mete hasta lo más profundo, dolorosamente sondeante. No hay defensa contra la primera mirada de Fidel; como un proyectil que atraviesa todas las corazas del fingimiento, dura como un diamante, raya todos los espejos.
Pero esa mirada dura solamente unos segundos; la frialdad del iris se desvanece y los ojos se vuelven brillantes, bondadosos, suaves y bonachones. Todas las sensaciones del espíritu se reflejan, como nubes en el agua, en esas pupilas inquietas: La cólera las hace chispear en un relámpago único y frío; el mal humor las hiela en una transparencia cristalina; la bondad las llena de Luz; la pasión las quema, sin que la boca se pliegue. Pueden iluminarse de satisfacción espiritual y oscurecerse de pronto por la melancolía o cerrarse y hacerse impenetrables. Pueden mirar frías e impasibles; pueden cortar como un bisturí y lanza rayos penetrantes como los Roetgen o reflejan de pronto la curiosidad.
Han de apartar toda locura, desentrañar toda mentira, echar a tierra toda fe; ante esos ojos, todo queda desnudo. Es terrible, por esa, cuando Fidel dirige hacía sí mismo esa tremenda mirada de acero; su filo penetra entonces de modo asesino hasta el mismo corazón.
“Es una de las concepciones más erróneas la de estimar como los más legítimos productos históricos las grandes Revoluciones bajo una bandera.
Debajo de esa historia de sucesos fugaces, historia bullanguera, hay otra profunda historia de hechos permanentes, historia silenciosa, la de los pueblos que un día y otro, sin descanso y un día y otro son víctimas de las exacciones autoritarías”.
¡Fidel Vive, hasta la Victoria siempre!