El profesor de bachillerato (4° año de ciencias) en el Liceo Ávila. (Natural de Valencia, España) Vivía en el 2º piso, edificio Granaderos, San Agustín del Norte.
Volví a ver al profesor en las conferencias del Teatro Principal, Municipal y Continental. Hablaban también, un fraile de matemáticas y otro de historia; un maestro de teología, un químico que trabajaba en la obtención de sustancias explosivas, un biólogo neovitalista y otras personalidades más. Pero estas ideas no me producían ya la anonadadora impresión de cuando las conocí por vez primera.
Después de colocarme en el lugar que me correspondía, como un estudiante cualquiera, viendo mi presencia y que también sabia tener mi gravedad como todos ellos, quiso el profesor—cosa desacostumbrada entre ellos—ser el primero el argumentar conmigo.
Somos el pueblo más libre de espíritu –repuso el profesor, sonriendo—. Pero no se enfaden ustedes, pues yo razono bien, así piensan millones de los nuestros, pero no saben decirlo… La vida hay que organizarla más sencillamente, y entonces será más misericordiosa para los pueblos…
Nos decía el “profesor aquél”: No es difícil tenerles lástima, ¡hay algunos muchachos que te dejan pasmado! A, veces, miraba a uno y me decía: yo no le llego ni a la suela del zapato. Son listos y hábiles los demonios… ¿Y quién lo sabe? ¡Yo no he visto a nadie que lo sepa! La gente vive como puede, cada uno se acostumbra a algo…
Eran presos, ¿y qué? Yo no los había condenado. Veo que eran personas como los demás y les digo: hermanos, vamos a vivir como buenos amigos, con alegría; hay una canción que dice:
“¡El destino no impide la alegría!
No importa qué futuro nos espera,
riamos cada hora, cada día…
¡Tonto será quién viva de otra manera!”
Un día entablamos una conversación sincera “con el corazón en la mano”, y el hombre aquél “profesor”, amigo, –sonriendo tristemente se calificaba a sí mismo de “mangoneador político”—me dijo con esa intrépida franqueza que al parecer sólo tienen los valencianos.
Usted está con nosotros, pero no es de los nuestros--. A los intelectuales les gusta la inquietud, desde los tiempos más remotos, vienen sumándose a las revueltas. Del mismo modo que Cristo era idealista y se amotinó para conseguir fines ultraterrenos, así todos los intelectuales se amotinan en aras de utopías. Se amotina el idealista, con él las nulidades, los miserables, los canallas, y todo por rabia, pues ven que en la vida no hay para ellos. El pueblo se subleva para hacer la revolución, necesita conseguir una distribución justa de los instrumentos y productos del trabajo. Cuando tome el Poder definitivamente, ¿cree usted que va a estar de acuerdo con el Estado? ¡Por nada del mundo! Todos se separarán unos de otros y cada uno, por su cuenta y riesgo, se procurará un rinconcito tranquilo…
¿Dice usted que la técnica? Esa nos aprieta aún más el dogal al cuello, nos ata aún más de pies y manos. No, lo que hay que hacer es liberarse del trabajo superfino. El hombre quiere tranquilidad. Y las fábricas y las ciencias no dan tranquilidad. A uno le hace falta bien poco. ¿Para qué voy yo a edificar una gran ciudad cuando no necesito más que una casita pequeña? Donde se vive amontonado, allí se precisa conducción de aguas, alcantarillado, electricidad… Pero pruebe usted a prescindir de todo eso, ¡verá qué alivio se siente! Sí, tenemos muchas cosas de más, y todo esto proviene de la intelectualidad es una categoría perniciosa.
Yo dije que nadie sabía vaciar de su contenido a la vida tan honda y resueltamente como nosotros, los socialistas.
Después de la larga conversación con aquél “profesor”, (amigo) pensé involuntariamente: ¿y si resulta que, en efecto, millones de venezolanos sufren las angustiosas penalidades de la revolución sólo porque en el fondo de su alma alienta la esperanza de liberarse del trabajo? El mínimo de trabajo, el máximo de placer, esto es muy atrayente y seduce como todo lo irrealizable, como toda utopía.
Y vinieron a mi memoria los versos de Enrique Ibsen:
¿Qué yo soy conservador? ¡Ho, no!
Yo soy lo que he sido toda mi vida:
no me gusta barajar las figuras,
prefiero cambiar toda la partida.
Recuerdo una revolución, solamente,
que pudo el mundo entero destrozar,
pues era más sensata que todas las siguientes,
me refiero al Diluvio, claro está.
¡Y aún entonces, al Diablo se le engañó!
Ya sabéis que Noé se hizo dictador.
Si esto pudiera hacerse con mayor honradez
si pudieseis lograr un diluvio otra vez,
yo gustoso mi ayuda prestaría sin falta,
¡colocando un torpedo bajo el arca!
P.D.
“Es evidente que toda reflexión sobre el pasado se hace desde una determinada plataforma, desde una situación dada que de alguna manera conforma y explica la visión de ese pasado, aunque luego nos esforcemos noblemente por entender ‘las otras historias’ y los ajenos horizontes”.
¡Chávez Vive, la Lucha sigue!