El 20 de febrero se presenterá en el Bira kulturgunea de Bilbao un libro que recoge los testimonios de las huelguistas de las residencias de Bizkaia: Berdea da more berria (El verde es el nuevo morado). En la presentación participará la autora Onintza Irureta Azkuna junto con Irantzu Varela Urrestizala. Recogemos aquí el prólogo del libro, escrito por Irantzu Varela Urrestizala, periodista feminista.
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Sujetamos a los bebés en brazos en los cuadros, pedimos pan y rosas, o marchamos al lado de "nuestros" hombres… pero pocas veces la épica de la lucha obrera la hemos escrito nosotras.
Porque la lucha obrera ha entendido demasiado tiempo que la principal opresión es que los patrones robaran la fuerza de trabajo a los hombres que dejaban cada día sus casas para ganarse una supervivencia que llegaba justo para que no se murieran.
La lucha obrera se ha dibujado en fábricas, talleres, minas, cadenas de montaje, obras, barcos, campos… se ha pintado con brazos fuertes, manos grandes, barbas y voces graves. Y así ha quedado un cuadro en el que -al menos parte de- la lucha obrera sigue pensando que la principal opresión que se da en el capitalismo, es la opresión de clase. Como si no hubiera opresiones -y opresores- dentro de la misma clase.
La lucha obrera ha pensado poco, y ha luchado menos, por todas esas mujeres que construyeron una red invisible pero indestructible para que los hombres, de vuelta a casa de esas fábricas, esos talleres, esas minas, siguieran vivos. Y sus hijos. Mujeres que daban de comer, de dormir, de beber, de cuidar en la enfermedad y en la vejez a los eslabones de la cadena de montaje, que cosían las redes que pagaban los barcos, que se agachaban igual que ellos en los campos.
La lucha obrera ha reconocido que siempre ha habido mujeres trabajando, pero sólo lo ha hecho cuando trabajaban al lado de ellos, igual que ellos, seguramente cobrando menos que ellos.
Pero la épica de la lucha obrera no ha sido justa con las mujeres cuya fuerza de trabajo ha sido robada desde que supieron fregar hasta la muerte, sin jornadas de ocho horas ni bajas remuneradas ni vacaciones pagadas. Con las que parían fuerza de trabajo, alimentaban y cuidaban fuerza de trabajo, garantizaban que siguiera habiendo fuerza de trabajo, con su trabajo. Al que nadie, ni ellas mismas, llamaban trabajo.
El único trabajo verdaderamente imprescindible y sin el que no sobreviviría el capitalismo, pero tampoco la especie humana, es cuidar. Y cuidar es un trabajo que el capitalismo nos ha impuesto a las mujeres, y ni siquiera se ha dignado en pagar mal nuestra fuerza de trabajo. Nos ha obligado a cuidar por amor, por culpa, por costumbre, por mendicidad, para que no nos señalen o para que no nos maten.
Y, cuando ya no teníamos -ni siquiera entre todas- amor para cuidar a toda la humanidad, y para seguir dando mano de obra baratita a un mercado que nos pagaba en aire… pues empezaron a pagarnos.
Cuidar se convirtió en un trabajo de verdad, porque era un trabajo pagado. El trabajo peor pagado de todos. El trabajo más precario de todos. El trabajo con menos derechos de todos. El trabajo más feminizado de todos.
El trabajo que siempre ha sido nuestro trabajo.
Yo conocí la conciencia feminista a la vez que la de clase, porque en mi casa todo el mundo trabajaba mucho, pero las mujeres no cobraban. Y ellas eran conscientes de que eso era injusto, pero era lo que había. Y ellos creían que eso era lo que tenía que haber.
Por eso no entiendo el feminismo, si no es lucha obrera. Y por eso no entiendo la obrera como una lucha, si no es feminista.
Por eso no tuve que hacer muchos análisis para entender que la lucha de las trabajadoras de las residencias de personas ancianas de Bizkaia era una lucha obrera y feminista.
Porque pedían mejores condiciones laborales, pero también mejores condiciones de trabajo. Pedían cobrar un salario más justo, pero también más tiempo para que el cuidado de las personas con las que trabajan no fuera ganadería, fuera cuidado. Y así podrían sentir que lo suyo no era supervivencia, era trabajo. Un sector masivamente feminizado, vergonzosamente precarizado, en el que se mercantiliza hasta convertir en una cadena de montaje el cuidado, es una lucha obrera y feminista. Y es una lucha feminista y obrera.
Por eso no dudé en hacer lo que me pidieron para convencer a quien tuviera dudas de que esto era una lucha feminista. Por eso me emocioné cuando me pasaron el megáfono en una de sus movilizaciones. Por eso supe que iban a ganar el día que estuvimos animándolas en la acampada en el Arriaga. Por eso guardo esa camiseta verde de mujeres valientes, que estuvieron más de un año peleando. Y que ganaron la lucha, pero perdieron mucho. Que se cansaron, que se quemaron, -algunas hasta se divorciaron-, que se enfadaron, que se enfrentaron a patrones que se agarraban los huevos, porque sólo respetan eso. Ellas no tenían ni idea de hasta dónde iban a llegar, por eso empezaron la lucha.
Creo que son un ejemplo por muchas cosas: por lucha obrera y feminista, por valientes, por ganar a los que se agarran los huevos, por pelear no sólo por ellas, por saber que algunas tienen que perder mucho, para que no lo perdamos todo…
La épica de la lucha obrera está llena de mujeres feministas. La épica de la lucha feminista está llena de mujeres obreras.
Gracias por ser ellas