La dialéctica entre un partido conservador y un partido progresista

La izquierda lleva dentro de sí una contradicción que constituye su valor y es, al propio tiempo, causa de sus dolencias. Mientras la derecha sigue los relieves de la Historia y sus líneas de pendiente, la izquierda se encuentra, por naturaleza, dividida entre la oposición y la responsabilidad. Tiene obligación de rechazar la sociedad tal cual es, pero no puede negarla. Debe levantar utopías, sacar de éstas el valor necesario para remontar obstáculos al parecer invencibles, fijar hitos lejanos que la orienten en su actuación diaria, tomar distancias con respecto a un presente que no la satisface. Sin embargo, es preciso que tenga en cuenta este presente.

Antaño, la perspectiva de una revolución lo simplificaba todo, Lenin podía desinteresarse del proceso de industrialización y de liberación del Imperio de los zares porque contaba con abolirlo y remplazarlo por un orden completamente distinto. Los bolcheviques sólo estaban "en este mundo" para denunciarlo, disolverlo y destruirlo.

Por la misma razón, los comunistas se creen autorizados a obrar, o al menos a hablar, como si todo fuera posible a la vez: elevación de salarios, reducción de la jornada de trabajo, disminución de los impuestos, aumento de los gastos. El malentendido que los separa de sus vecinos es que no parten ambos de la misma hipótesis. Por el pensamiento, la izquierda revolucionaria moraba en el futuro, o el sueño, como la derecha habita en el presente. A partir del momento en que la revolución —como ocurre, al menos, en los países altamente industrializados— se hace, a la vez, impracticable e inoportuna, apareciendo claramente que llevaría al aislamiento y al estancamiento, la tarea de la izquierda se complica.

Cuando cesa esta Dialéctica, la izquierda pierde su carácter y se torna conservadora, sea por impotencia o por conformismo. Tanto si deja de ver su punto de partida como si pierde de vista sus objetivos, el resultado es el mismo: deja de ser un factor de cambio.

La izquierda se ha dejado desequilibrar por la oposición. Su justificada crítica del capitalismo ha degenerado en culto a la burocracia. Su justificada acusación contra el autoritarismo se ha desviado en apología del poder débil. Su mesianismo la ha alejado del mundo presente y de nuestros problemas.

El proceso al capitalismo estaba más que justificado por su injusticia y por sus malos resultados. Era normal que la izquierda, ayudada en esto por la lección de las crisis, propugnase un reforzamiento del Estado, el establecimiento de un verdadero poder de dirección económica por los únicos procedimientos entonces conocidos y, en especial, por las nacionalizaciones.

A pesar de las reservas del pensamiento socialista con referencia al funcionarismo y al Estado burgués, se ha implantado la costumbre de reclamar —siempre que un sector era deficitario o llamaba la atención de algún modo—, ora su nacionalización, ora una reglamentación adecuada para suprimir la competencia mediante impuestos y contingentes.

Sólo una minoría se dio cuenta de que habían nacido nuevos métodos, todavía poco elaborados, pero susceptibles de perfeccionamiento, que permitirían remediar un día los abusos y las lagunas de la economía de mercado, sin perder sus estímulos ni sus indicaciones. En los programas tradicionales, la nacionalización quedó como una especie de abrelatas universal. Y se produjo una doble confusión: confusión entre propiedad y poder; confusión entre planificación y burocracia.

El poder no está ligado ya a la propiedad: esto está demostrado, en la práctica, por las grandes sociedades, que controlan cada vez más los sectores clave de producción. Todos sabemos que los derechos de los accionistas se reducen ahora al cobro de los cupones, y los de los Consejos de Administración, en la mayoría de los casos, a ratificar las decisiones tomadas por la gerencia.

El poder se transfiere, en realidad, a lo que debemos llamar un nuevo factor de producción. Este factor es la asociación de hombres y equipos, de competencias técnicas variadas, exigidas por el fenómeno moderno de la innovación tecnológica. De la eficacia de este nuevo tipo de organización, depende, según reconocen todas las doctrinas económicas modernas, el éxito de la sociedad industrial. Si la desmantelásemos, o si se debilitase, no es seguro que pudiéramos reconstruirla. Reforzarla y ampliarla es la ardua, delicada y constante tarea de que depende el progreso de nuestras sociedades.

¡La Lucha sigue!



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Manuel Taibo


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